Argentina logró erradicar los golpes de Estado en 1983. Sin embargo, desde entonces no hemos construido una democracia plena ni un desarrollo económico y social genuino y sostenible que además de brindar progreso y niveles razonables de calidad de vida a la mayor parte de la población revierta la situación de pobreza e indigencia en la que se encuentran injusta y vergonzosamente millones de personas, incluyendo a niños, niñas y adolescentes, la población más afectada.

Durante noventa y tres años (1930-2023) Argentina vivió dos grandes maldiciones: una saga de permanentes interrupciones constitucionales en un período de cincuenta y tres años (1930-1983); y otra saga de populismos, desorden y gobiernos contaminados de corrupción durante otros cuarenta años (1983-2023), en el marco de una democracia incompleta y de muy baja calidad.

Es cierto que consolidamos el régimen electoral y por ende la sucesión de los gobiernos por vía constitucional. De hecho, sin lugar a duda, somos una «democracia electoral». Pero nos faltan muchos elementos para ser considerados una «democracia plena», incluyendo en términos ejemplificativos a una gobernanza respetuosa del estado de derecho, especialmente la plena observancia y el cumplimiento de la Constitución Nacional; una justicia independiente; el respeto por las minorías; la transparencia de los actos de gobierno; la calidad de las instituciones; un efectivo control de la gestión estatal; el diálogo y la construcción de consensos para la formación de políticas de Estado; la unidad nacional; la defensa en los hechos de los derechos humanos y al bienestar general, y no su mero enunciado; entre otros.

Si sumamos a nuestra historia más reciente los cincuenta años que corresponden a nuestros orígenes como Nación, entre la revolución de mayo (1810) y la declaración de la independencia (1816) y la adopción de la Constitución Nacional (1810-1853/60), caracterizados también por enfrentamientos, guerras civiles y la falta de institucionalidad, el panorama histórico se muestra claramente sombrío.

Superadas las turbulencias internas y la guerra con el Paraguay durante las primeras dos décadas de la segunda mitad del siglo XIX (1860/1870), los setenta años que completan los doscientos trece años de historia argentina (1853/60-1930) fueron, tal vez, la mejor época en términos inspiracionales, de pacificación, institucionalización, modernización, democratización, orden y progreso; impregnada mayormente por valores, una cultura y una visión cosmopolitas orientadas a la integración de Argentina al mundo (1880-1916 y 1916/1930).

Es muy difícil que cualquier país progrese en medio del enfrentamiento permanente, el desorden y altos niveles de corrupción recurrentes.

Argentina es la octava geografía del planeta, posee poco más de 46 millones de habitantes y el tercer PBI de América Latina y el Caribe, motivo por el cual integra el G20. Sin embargo, es un país de contrastes con una historia claramente turbulenta.

No hay equipos deportivos, ni orquestas, ni ejércitos, ni gobiernos, ni sociedades que, enfrentadas internamente, desunidas, desconfiadas, desorganizadas, desmotivadas, desinteresadas, corrompidas, que logren triunfar. Simplemente no es posible porque de ocurrir excepcionalmente, tarde o temprano caerán en desagracia.

Sin embargo, siento cierto grado de optimismo.

¿Por qué estar esperanzados?

Así como Argentina cerró el paso a las dictaduras militares en 1983, tal vez logre cerrar el paso también al populismo, al desorden, a la decadencia de nuestros gobiernos, a la mala calidad de los servicios públicos y del ejercicio de las funciones públicas, así como a los gobiernos con altos niveles de corrupción.

Para ello el primer paso es asumir que tenemos una democracia fallida y que el funcionamiento de los Estados nacional, provinciales y municipales, en la dimensión de las tres ramas de gobierno (ejecutiva, legislativa y judicial), como regla que admite muy pocas excepciones, debe ser objeto de urgente saneamiento.

Los tres candidatos con chances de pasar a la segunda vuelta tenían algo en común: el discurso del orden, del progreso, de seguridad ciudadana, así como de adhesión a los valores occidentales, con distintos alcances y contextos, y al menos desde la retórica.

Quedaron sólo dos candidatos para el ballotage: uno de ellos, de origen liberal en su juventud, pero con una importante carrera posterior dentro y fuera del peronismo, íntimamente asociado al statu quo, posee una clara intención por desarrollar una impronta propia e independiente del kirchnerismo que le permita gobernar de manera exitosa. El otro, un nuevo actor que propone un cambio drástico de la administración del Estado, fundado en las ideas y los valores de la libertad, ha obtenido el apoyo del ala más liberal del PRO y la generosa adhesión de su otrora contrincante en la primera vuelta.

En el primer caso, de existir buena voluntad, el cambio podria desarrollarse desde el interior mismo del propio sistema, ya que el candidato es un genuino exponente de la clase política argentina que nos llevó adonde estamos. ¿Estará dispuesto a hacerlo? Dudoso. En el segundo caso en cambio hay más chances de que el candidato, de ser elegido, intente un cambio de raíz, a través de una estrategia más de confrontación que de colonización del sistema.

Por este motivo, intuyo que vivimos un fin de ciclo y que Argentina se encuentra ante una gran oportunidad, ya que probablemente cualquiera de los dos candidatos que resulte elegido podría apostar por un cambio de fondo. No son lo mismo, pero ambos se encontrarán compelidos a realizar cambios más o menos profundos.

José Ortega y Gasset acuñó la famosa frase “Argentinos, a las cosas”.

El momento de enderezarnos, de hacer lo correcto, de cambiar, es ahora.

El país necesita recalibrar su democracia en serio, adoptando todas las medidas que la conviertan, lo más pronto posible, en una democracia plena, con todo lo que ello significa.

El país necesita, además, reordenar seriamente sus instituciones, desterrando la forma absolutamente irracional, injusta y brutal como funciona actualmente la administración del Estado en todos sus niveles, con muy pocas excepciones.

Finalmente, una democracia plena e instituciones sólidas, eficientes y eficaces, serán el marco perfecto para impulsar un modelo de desarrollo económico sostenible en el tiempo.

No se trata de cuestiones de derecha o de izquierda, ni siquiera de “modelos” de Estado.

Detrás de conceptos y palabras rimbombantes se esconden los privilegios, la corrupción, la decadencia, los extravíos, la falta de sentido común, la Argentina a la que nos hemos acostumbrado.

Debemos ser conscientes de las mafias que tenemos enquistadas en el Estado y de los traidores que dicen defender los intereses del país y en especial de los más vulnerables cuando su verdadero interés es enriquecerse sin límite sobre la base del empobrecimiento de la gente y la consecuente condena a las antiguas, presentes y futuras generaciones.

No son sólo los países y las sociedades más desarrollados del mundo los que poseen equipos de gobierno y administración relativamente ordenados, honestos y comparativamente muy superiores a los nuestros. Naciones de liderazgo ascendente como la República Popular China, que no pertenece al hemisferio occidental y a la que muchos admiran desde los populismos locales, tiene una filosofía de servicio público completamente opuesta a la nuestra. En China el que las hace las paga, porque atentar contra la Administración Pública es traicionar al pueblo.

Quien resulte presidente de la Nación Argentina debe dar fin a la tradición de excesos y a la cultura de vivir al margen de la ley, en términos de Nino.

Resultaría demencial mantener el statu quo, porque implicaría no sólo profundizar la decadencia sino, además, desoír un reclamo popular cuya frustración puede adquirir niveles inimaginables.

Si los máximos responsables del país a partir de diciembre próximo entienden la importancia de mejorar progresivamente y lo más pronto posible los indicadores de calidad de nuestra democracia y de la administración del Estado en todas sus dimensiones, se abrirá un mundo de oportunidades excepcionales para el país.

Para lograrlo debe zanjarse otra materia históricamente pendiente: la reconciliación de los argentinos. ¿Por qué no impulsarla, justamente, en torno a estos nuevos valores democráticos, realistas, genuinos, que garanticen realmente la igualdad de oportunidades y de trato, y que impongan una nueva administración, austera, profesionalizada, honesta, trabajadora, basada en el mérito?

¿Por qué no fomentar la unidad de los argentinos en torno a un futuro común que implique adoptar y desarrollar objetivos y metas basadas en una planificación estratégica sustentada en leyes y en políticas públicas que logren altos niveles de consenso y que se encuentren informadas en evidencia científica y en las mejores prácticas del planeta?

¿Acaso los argentinos no podemos aspirar a la excelencia?

Quien logre transmitir estos valores, superar el pasado, y movilizar a la sociedad para la construcción conjunta de un futuro venturoso, habrá logrado una revolución histórica.

Las nuevas reglas deben ser aceptadas por todos: políticos, empresarios, sindicalistas y líderes de movimientos sociales, de sociedad civil y por el público general, sin diferenciar propios de ajenos, en una suerte de “revolución cultural de carácter plural”.

El punto de partida debería ser la revisión de todos los aspectos que hacen al funcionamiento del Estado, en todas sus dimensiones, desde el punto de vista de su aporte al desarrollo nacional, considerando no sólo las más altas exigencias en términos profesionales sino además desde el punto de vista de la austeridad, la transparencia y la maximización de los recursos públicos, de modo tal de no sólo terminar con el derroche y el robo sino además para colocar al aparato estatal al servicio del progreso y de la mejora de la calidad de vida de la población.

Termino con una anécdota.

Hace poco comenté informalmente esta visión con un importante empresario argentino y sus principales ejecutivos. La respuesta fue que el sobredimensionamiento del Estado en Argentina es un tema menor, ya que de alguna manera “no mueve el amperímetro”.

Me pregunto qué sucedería si ese empresario entregara la administración de sus empresas a un político para que haga exactamente lo mismo que hace con las instituciones del Estado. Seguramente aumentaría el gasto y empeoraría la calidad de los servicios, llevando a sus empresas muy pronto a la bancarrota. Probablemente, además, como muchas veces ha ocurrido en nuestra historia, produciría un “vaciamiento” de las empresas, liquidando activos cuya adquisición insumió décadas y grandes inversiones.

No se trata sólo del “gasto”, sino de la “calidad” de las decisiones que un gerenciamiento público defectuoso y muchas veces corrupto genera en la sociedad en su conjunto, distorsionando los mercados, empobreciendo a la gente, produciendo dependencia y por ende afectando nuestras libertades; generando también una cultura profundamente dañina y disvaliosa que no sólo produce desconfianza sino además la pérdida de los valores del esfuerzo, del trabajo digno, del mérito y del progreso.

A diferencia de las corporaciones privadas, el Estado no quiebra, por lo que cuenta con ventajas de las que carece normalmente una empresa privada en un mercado competitivo; además de ostentar el monopolio del poder para el cumplimiento de sus funciones básicas.

Hay preguntas muy simples que desnudan la realidad de un Estado y un sistema político caduco.

¿Cuál es la razón por la que un país como Argentina que dice garantizar la educación pública, la salud pública, la seguridad pública, muchas familias que logran una determinada capacidad económica optan por la educación, la salud y la seguridad privadas, máxime en la situación inflacionaria extrema en la que nos encontramos inmersos? ¿Por qué destinar dinero a servicios que el Estado brinda en forma “gratuita”?

Es hora de contar con un Estado cuya administración y servicios se encuentren sujetos a controles plurales de calidad y eficiencia; y de promover una política de transparencia activa que permita un mayor y eficaz control social.

En términos de modernización, transparencia y gestión del Estado, tanto en materia de diseño de políticas públicas como del control y fiscalización de su implementación y de la medición de sus impactos está todo por hacer.

Si el Estado no cambia, no mejora sustancialmente, no habrá modelo productivo ni contexto macroeconómico favorable que alcance.

Es tiempo de reconciliarnos, mirar al futuro, y aspirar a la construcción de un Estado que cumpla exitosamente con sus funciones básicas, brinde servicios de excelencia, y facilite el desarrollo del sector privado, sobre todo de los emprendedores, micro, pequeñas y medianas empresas.

Para ello será necesario muchísimo control, no sólo en manos de instituciones públicas, sino de la sociedad civil y de la ciudadanía en general.

El primer paso es garantizar la plena transparencia de las elecciones de segunda vuelta del 19 de noviembre próximo. Sería vergonzoso y un muy mal augurio la elección del futuro Presidente mediando fraude electoral. Por eso es clave que toda la ciudadanía demande transparencia electoral independientemente de sus preferencias políticas.

Falsear un voto implica la negación lisa y llana del principal derecho político de un ciudadano. Es una conducta muy grave que no debe naturalizarse. La revolución cultural empieza por el respeto al espíritu y las normas que reconocen los derechos en juego, y al apego a una conducta democrática y profundamente ética. Lo contrario implica la continuidad o, aún peor, la profundización de la decadencia social y política argentina.

¿Se puede lograr una democracia plena y un Estado, una Administración, gobiernos y políticos decentes y eficientes? No lo sé, pero es una aspiración o un sueño noble que seguramente compartamos millones de argentinos de bien.