Con ya más de dos años a cuestas, la evaluación de la pandemia y sus múltiples efectos en la salud comienzan a tomar una mayor perspectiva y algo más de precisión. Por ejemplo, que los fallecidos por COVID-19 durante 2020 habrían sido hasta un 15% más que los informados. Lamentablemente, en muchos sentidos llega tarde, y aún hoy falta una evaluación (auto) crítica de la propia atención sanitaria en su conjunto.
Pero junto con algunas mediciones y efectos que comienzan a madurar una lectura alejada del pánico inicial, es importante reflexionar acerca del esquivo mundo de los números y las interpretaciones. ¿Cómo se mide el impacto de la pandemia? ¿Cómo dimensionar el daño provocado? ¿Cómo separar sus efectos en la vida y en la salud de otros efectos como la pérdida de ingresos o la desvinculación afectiva, por mencionar sólo algunos?
Cuantificar una información le provee de una pátina de prestigio científico que la valida hasta el punto de hacerla incuestionable pero muchas veces también incomprensible. El significado mentado depende de la intencionalidad del efector de la comunicación, incluso a veces en disidencia y hasta oposición a la mensurabilidad originaria. La relevancia de los datos, en definitiva, está dada por el propósito como finalidad.
En este sentido, debemos diferenciar el uso científico de los datos, de su uso comunicativo o periodístico, de difusión, información, o en algunos casos, hay que decirlo, desinformación. Efectivamente, nos enfrentamos diariamente a una saturación numérica no verificable y por lo tanto tóxica e irresponsable, ante una actividad periodística que a menudo contribuye a potenciar la incertidumbre, el desasosiego y el miedo, factores que se acrecentaron ante el vacío de una estrategia comunicacional oficial.
Volviendo a algunas preguntas que recién ahora empiezan a precisarse, se destaca, por ejemplo: ¿Cuántos de los muertos con Covid-19 efectivamente murieron por Covid-19? En 2020 se detectó el mayor exceso de mortalidad en el grupo etario de 50 a 54 años. Es decir que, si bien los mayores de 60 años concentraron el 83% de fallecidos por Covid-19, en años anteriores su mortalidad por otras causas generó un diferendo menor que entre los de 50 a 54. Son datos brindados por la directora nacional de Epidemiología, Analía Rearte, lo mismo que el aumento de la mortalidad materna (en 2020 aumentó de 3 a 4,1 por 10.000) y el descenso en la mortalidad infantil.
La complejidad y multidimensionalidad no debe confundirse con multicausalidad. Que un fenómeno sea multiorgánico, con distintas variables en juego no quiere decir que un resultado determinado no pueda ser asignado a una causa determinante. La salud de la población es ciertamente compleja, pero ante determinados resultados (aumento de mortalidad en tal sector, por ejemplo), se puede detectar la causa entre aquello que varió entre las múltiples fuerzas en juego. Pero no es tan simple, porque ello puede no implicar causalidad, sino mera correlación, que puede responder a su vez a un tercer factor. Por ejemplo: ¿el aumento de la mortalidad materna se debe al Covid-19 o a la desatención provocada por el contexto pandémico?
En general, durante 2020, todas las causas “usuales” de mortalidad bajaron, a excepción de las enfermedades cardiovasculares y diabetes, a lo que habría que sumar las insuficiencias renales. La cuestión de fondo es cuántas muertes se precipitaron o se precipitarán por otras patologías agravadas en el marco pandémico, sea por ausencia de detección temprana, mal diagnóstico o simplemente falta de atención adecuada o incluso mínima. Este punto reviste una importancia notoria, aunque tardíamente notada. La atención de la mayoría de las patologías crónicas y prevalentes ha quedado relegada, a veces hasta puntos críticos. Ese paréntesis que podía parecer lógico en momentos que se privilegiaba la atención por Covid-19, muestra ahora su alto costo en vidas y salud.
Un claro ejemplo es la tuberculosis, cuyo diagnóstico cayó durante la pandemia e incrementó su mortalidad. El neumólogo Matías Scafati, jefe de la Unidad de Internación de Neumología del Hospital Tornú, lo dice claramente: “Lo que hemos visto con la tuberculosis, al igual que en la mayoría de las patologías crónicas y prevalentes, es que su atención ha quedado relegada por la epidemia del Covid-19, porque prácticamente todos los servicios médicos nos hemos corrido de nuestras rutinas habituales para abocarnos exclusivamente a la pandemia. (…) Lo que estamos empezando a ver hoy son justamente las consecuencias: estas enfermedades han seguido su evolución natural”. Quizás convenga recordar que en las guerras los decesos son catalogados como “muerte natural”.
Ciertamente, no podemos suponer que la pandemia no significaría algún tipo de agravamiento sanitario, pero se trata de ser claros respecto a tres grandes cuestiones. En primer lugar, falló la antelación a un escenario pandémico. La fortaleza de un sistema sanitario consiste también en su preparación para las catástrofes y emergencias. Una pandemia no es una invasión alienígena; es un escenario incierto pero previsible, y como tal fue advertido por nada menos que la OMS ya en 2015, de manera pública. En segundo lugar, una cosa es relegar las consultas por cuestiones menores y otra es pasar por alto la atención de las insuficiencias renales, cardíacas, y demás, por meses. Por último, se trata de transparentar estos y otros errores para aprender de ellos. Más allá de responsabilidades en la dirección de la política sanitaria, se trata de poder enriquecernos de la experiencia, aunque sea doloroso.
Es indiscutible que ciertas medidas de interdicción y hasta de aislamiento son necesarias en una pandemia, pero mantener por un año a personas mayores encerradas en un departamento o un geriátrico afecta su salud motriz, emocional, e inmunológica de manera demasiado costosa. Así como la falta de ingresos en amplios sectores sociales vulnerables agrava uno de los mayores factores de enfermedad: la pobreza.
No decimos que hubo o haya una solución fácil a situaciones dilemáticas más que problemáticas, que requieren de tomar decisiones operativas. De inicio hemos señalado que una pandemia es un fenómeno sumamente complejo que abarca dimensiones sociales y económicas, no sólo epidemiológicas, y que también afectan a la salud de las personas, y que como tal requiere de un “tablero de comando” que concentre decisiones maestras a partir de un amplio concurso de especialistas.
Hoy, se trata de reconocer las falencias (así como las fortalezas), para mejorar tanto la atención a la continuidad de la pandemia (que entró en otra fase, aproximándose a la endemia, pero no terminó) así como a los múltiples efectos primarios y secundarios acumulados de estos dos últimos años. También es fundamental aprovechar la experiencia frente a eventuales situaciones semejantes, como una pandemia de alcance similar, a otras endemias o amenazas crónicas como el Dengue o el Chagas, por ejemplo. Y todo esto realizarlo sin omitir una labor indispensable para la elaboración de una estrategia operativa, como es la que debería llevar adelante una Agencia de Registro Contable (hasta hoy inexistente).
Se impone un replanteo sanitario, oportuno y necesario ante riesgos vigentes que exige una racionalidad responsable. A la realidad no se la enfrenta con relatos ni versiones sino con propuestas innovadoras a partir de comprender (y no simplemente conocer) la complejidad para contener el miedo al futuro y potenciar energías trasformadoras.
Ello precisa de un acuerdo sanitario para construir un nuevo modelo social basado en un “nodo” sustancial: la dignidad humana donde el Estado asuma su rol de garante de un Proyecto Nacional con la responsabilidad y el compromiso que esa tarea conlleva.