El establishment es una idea polisémica, cargada de ambigüedad.  Refiere a un estado de cosas establecido para un conjunto de actores económicos muy importantes, ubicados en posiciones económicas fuertes, sólidas, más o menos fijas, con intereses muy concretos asociados a industrias y actividades reales, trabados entre sí en un complejo juego de relaciones, alianzas y antagonismos, y enfrentados también a las posiciones, intereses, y aspiraciones de otros sectores de la sociedad.

Actores

Participan del establishment los grandes actores económicos, pero también muchas instituciones tradicionales, las grandes asociaciones gremiales empresarias y sindicales, algunas asociaciones profesionales, varios clubes de futbol, y por supuesto los grandes centros de producción y reproducción de capital simbólico (medios de comunicación, grandes universidades, grandes editoriales, etc.).  En la ambigüedad del término está pues el estado de cosas, los grandes actores que lo estructuran, y el entramado de relaciones y solidaridades entre los propios actores del establishment y el resto, relaciones que irradian y permean a otros jugadores del mapa político que no forman parte suya propiamente, pero se asocian de alguna manera, coyunturalmente o más a mediano plazo, en virtud de sus intereses concretos.

Estabilidad, institucionalidad, racionalidad estratégica

Interesa destacar que las posiciones comprometidas por el establishment son fuertes y sus intereses más bien estables; sus relaciones más formales e institucionales, y sus ventajas o pérdidas –si bien muy importantes en términos absolutos– marginales respecto de la posición que juegan.  Es natural entonces que la idea del establishment esté asociada a lo conservador.  Por la magnitud de lo que pone en riesgo, el establishment juega sus intereses interviniendo en la política en su dimensión estratégica, enfocado en el largo plazo.  No puede, por definición, jugar juegos irresponsables, mover simultáneamente todas las piezas.  Tampoco puede desentenderse del destino del país.

No-establishment

Del lado de afuera del establishment están los actores más variados, más pequeños, más dinámicos, sin posiciones fuertes que atender o defender y con intereses más volátiles.  Aquí juegan los profesionales independientes, los gerentes de nivel medio y medio alto, pero también los pequeños empresarios, los empresarios de nuevos sectores más dinámicos y con menos capital fijo, los sindicatos y asociaciones más pequeños o sectoriales, o de ramas nuevas de actividad, muchos consultores o gurúes, la mayoría de los líderes de opinión e intelectuales.  También buena parte de la dirigencia política y la burocracia estatal.  En la política, los jugadores no-establishment tienen compromisos concretos más lábiles, menos para perder y más para ganar, pueden ser más audaces y tácticos.  Lo que ganen o pierdan puede ser insignificante en términos absolutos, pero muy importante en relación con su propio peso o magnitud política.  Pueden relacionarse de manera más informal, menos predecible, o aparentemente irresponsable.  Y no se los puede censurar por perseguir objetivos puntuales, de corto plazo, con amplios márgenes de acción y negociación.

Crisis estructural y camino crítico de su superación

Para definir cuál ha sido el papel del establishment en la crisis argentina, lo primero es definir la causa de los problemas de la economía en su dimensión estructural.  En los últimos cincuenta años Argentina extravió el camino del crecimiento económico y, por el contrario, agravó todos los males de su economía: inflación, pobreza, déficit de infraestructura, obras y viviendas, descapitalización general, baja productividad y competitividad.  Asumamos, por economía de discusión, que esto ocurrió porque la dirigencia política argentina no acertó a definir y construir los parámetros técnicos y políticos de implantación de una matriz económica consistente y estable, que ofreciera incentivos concretos para la inversión.  La falta de capitalización primero, y la descapitalización después, son la causa estructural de la crisis argentina. Y en el mismo espíritu, sentemos como premisa básica que solo un proceso continuado, sostenido, amplio de inversión pública y privada, en los diferentes sectores de la economía (vg. una inversión bruta fija de 30 puntos del PIB durante diez o quince años), puede encarrilar la economía argentina en el camino de explotar los recursos naturales racionalmente, demandar y ocupar los recursos humanos, y capacitarlos, generar como contraparte una amplia oferta de bienes y servicios que remedie la inflación en sus causas, y ampliar la base real para una estructura tributaria progresiva, solventar el gasto en infraestructura y en desarrollo social, sostener el equilibrio de las cuentas públicas y permitir finalmente la estabilidad monetaria.

Políticas equivocadas.

Las idas y vueltas de política económica, y la extraordinaria desinteligencia de las políticas que se sucedieron alternadamente, una tras otra, superpuestas y contradictorias, caras e ineficaces, burocráticas y pesadas, dinamitó, pulverizó los canales de formales ahorro, acumulación e inversión.  En cambio, el país se ha ido consolidando como una economía extractiva, orientada a evadir, dolarizar, fugar y atesorar, y a desarrollar y dirigir negocios alrededor de esas prácticas, tratando de eludir la trampa de un sector público que vampiriza la actividad económica privada.  La inversión se convirtió, en este marco, en una rareza.  La explicación profunda de todos los problemas económicos argentinos es la institución de un sistema consolidado de desincentivos a la inversión.

Interés concreto

Podríamos decir que es el de conducir la economía argentina a la senda del crecimiento y el desarrollo, la institucionalidad y la estabilidad aunque este es, por supuesto, un objetivo común a todos los actores y sectores de la vida nacional.  Pero para el establishment es un objetivo constitutivo, esencial, inscripto en la propia racionalidad de su juego, de sus intereses de mediano y largo plazo.

Liberalismo

Histórica y originariamente, el establishment se estructuró alrededor de las actividades económicas en las que Argentina tenía ventajas comparativas naturales, extraordinarias, adecuadamente promovidas por un Estado que se propuso aprovecharlas.  Eso lo alineó desde un principio al liberalismo económico, desde los tiempos de la Organización nacional.  La industrialización sustitutiva del período de entreguerras no cambió este alineamiento en lo sustancial, aunque agregó nuevos intereses concretos al entramado político.  Nota: nuestro liberalismo económico, a lo largo de casi todo el siglo XX, no estuvo sin embargo siempre asociado al liberalismo político, lo que hoy definimos como instituciones democráticas.  En cambio, tomó forma de política económica casi siempre asociado a fuerzas políticas conservadoras primero (hasta la década del 30) y luego a las experiencias autoritarias del partido militar (Revolución Libertadora, Revolución Argentina, Proceso).  Estas intervenciones “liberalizadoras” en general se planteaban como correcciones técnicas (ajustes), dolorosos pero necesarios, a los excesos estatistas de los gobiernos democráticos (populistas).

Estatismo

La industrialización argentina, aluvional en todo sentido, accidentada y casi accidental, determinada más que nada por las contracciones del comercio exterior en la primera mitad del siglo XX y las necesidades de un mercado doméstico en expansión, no estuvo al principio asociada a la presencia del Estado; al contrario, la prescindencia del Estado de matriz liberal, la carencia de una política que dirigiera ese proceso explica el carácter inorgánico, desbalanceado, y no sustentable de la industrialización.  El ciclo de stop and go estuvo determinado por el surgimiento y consolidación de las asimetrías de la martiz insumo producto, particularmente en lo relativo a las industrias básicas, cuya carencia sólo podía suplir una decisión política clara.  El estatismo es una innovación tardía de la política argentina que, sin embargo, adoptó rasgos completamente ajenos a la solución de los problemas estructurales del país.  Lejos de ocuparse de promover la inversión en infraestructura de energía, comunicaciones, transporte, servicios e industrias básicas (inversiones cuya magnitud y plazos de amortización eran más o menos incompatibles con la asignación libre del mercado), la política argentina se abocó a un estatismo caprichoso: expropiaciones y creación de empresas públicas, intervenciones políticas en los precios, manejo artificioso de las variables económicas, regulaciones estrafalarias, aumento progresivo del empleo público improductivo, ampliación de beneficiarios del sistema previsional sin contrapartida, etc. etc. en nombre de un nacionalismo más retórico que concreto, o un distribucionismo de cortos alcances.  La experiencia original del primer peronismo, si bien fundacional, se inscribía en un clima de época, y no fue tan paradigmática en este sentido cuanto el experimento mucho más estrafalario y anacrónico de Gelbard a partir de 1973, que curiosamente sirve de modelo al kirchnerismo tardío.

Antiestatismo

A partir del último tercio del siglo XX, el liberalismo económico (que en su exposición académica resurgió tras la crisis del petróleo) ofreció al establishment argentino la visión de una economía que pudiera ir corrigiendo los excesos del estatismo: desregulación de actividades, sinceramiento de precios, mercados libres, retirada del Estado, alivio fiscal, estabilidad monetaria y reglas de juego simples, claras y también estables.  Esto es, el liberalismo a priori se alinea a los intereses estratégicos de los sectores económicos de más alta productividad y tiende a favorecer su operación.  En la medida en que el establishment se identifica o está integrado sustancialmente por ese sector más competitivo, es natural que tienda a asumirse liberal o por lo menos antiestatista.

Cooperación táctica

¿Por qué pese a desconfiar de las políticas populistas, el establishment las ha tolerado repetidas veces, ha acordado o incluso les ha brindado apoyo en determinadas oportunidades?  Más allá de estar obligado a jugar el juego en los términos en que éste se plantea (con el necesario pragmatismo o incluso cinismo), y aunque el populismo ofrezca muchas veces muchas oportunidades de negocios, fundamentalmente las políticas populistas parecen brindar “gobernabilidad”, esto es paz social, en un contexto de contracción económica crónica que podría derivar en situaciones sociales más explosivas y peligrosas.  Por esto de manera oblicua, el establishment no solo no ofreció una gran resistencia al péndulo liberal-estatista que fue configurando los rasgos específicos de la crisis de inversión, sino que por el contrario, participó del proceso y se adaptó a él en cada fase (por supuesto que con grandes ganadores y muchos perdedores).  Siempre pudo pactar con el poder de turno algunos términos de coexistencia que, por lejos que estuvieran del óptimo, le permitieron sostenerse, o bien acordar el desarrollo de algunos negocios particulares al amparo de ventajas directamente determinadas por el poder: subsidios, desgravaciones, permisos de importación, aranceles, créditos, etc. que se negaron, en cambio, al conjunto de la economía, o a jugadores más pequeños, menos organizados, o con menos capacidad de lobby.

Situación actual

La situación actual de la economía argentina para el establishment es genuinamente paradójica.  Hay elementos objetivos que ofrecen extraordinarias y promisorias ventajas a la actividad económica en el país, y sin embargo la superestructura política e institucional (la maraña regulatoria, la estructura tributaria y previsional, la regulación laboral, el mal funcionamiento burocrático y judicial), operan como un peso muerto que inhibe la actividad económica y desalienta, más que nunca antes, la inversión, hasta llevarla a sus registros mínimos históricos.

Actores políticos

En la tradición política occidental, los actores políticos funcionan como representantes de intereses, y por eso los políticos profesionales compiten por espacios de representación de intereses (léase aquí también aspiraciones, reivindicaciones, propósitos, esperanzas, sueños, enojos, resentimientos, etc.).  Cada actor político puede aspirar a representar un conjunto de intereses y no otros, de manera más o menos consistente y orgánica.  Por lo tanto deben privilegiar la relación con algunos actores y la canalización de determinadas reivindicaciones y propósitos.  Pero en general, todos los actores políticos relevantes tienen que tener una política respecto del establishment, como el establishment respecto de cada actor político relevante.

Representación, tecnopolítica y sectarismo

En la era de la tecnopolítica, y en la medida en que los partidos políticos tradicionales han dejado de constituir entramados de representación genuinos o siquiera cínicamente eficaces, la construcción de volumen electoral no corre paralela ni conecta necesariamente con la representación clásica de intereses.  La articulación política entre grupos diversos es una cosa que no sólo no es idéntica sino que muchas veces puede ser contradictoria con la construcción de volumen electoral.  La validación electoral es, por supuesto, condición básica de legitimidad de la representación política, pero la representación no se define solo por el origen “democrático” y la importancia relativa de cada grupo, sino por la forma que adoptan los objetos de debate en la conversación, en la negociación, en la relación constructiva de políticas públicas, en interacción con los otros actores.  Cada posición de representación se define no sólo por aquello que la limita respecto de otras posiciones, sino más por aquello que negocia, lo que construye como objeto común en la discusión con las otras: la formulación de los problemas.  Las posiciones ideologizadas o sectarias, que renuncian de antemano a buscar las instancias de formulación común de los problemas para refugiarse en una preconcepción pura ideológica o “técnica”, son un obstáculo difícil de sobreestimar.  En situaciones de “grieta” o heterogeneidad completa de puntos de vista, la posibilidad de desarrollar políticas públicas en el sentido de la solución de los problemas profundos de la economía argentina no sólo no es viable desde el punto de vista del apoyo político: tampoco se puede formular adecuadamente sin la participación concreta (genuinamente interesada, y por eso mismo imprescindible) de los diferentes actores.

Debate público

La necesidad de reconducir el debate público a la discusión de los problemas profundos de la economía argentina, y la formulación conjunta –que involucre los intereses concretos, genuinos, de los diferentes actores de la vida nacional– no implica desentenderse de la tecnopolítica, trivializarla o desdeñarla, ni subordinarla.  Son instancias diferentes de un único y el mismo juego de disputa por el poder y articulación de intereses.  La verdad es que la tecnopolítica opera con relativa autonomía y sus formulaciones aparentemente triviales, emotivas o superficiales son su modo de ser.  Y gana o pierde elecciones.  De nada sirve lamentarse melancólicamente al respecto.  Lo que falta es su articulación con eso que podríamos llamar la “vieja” política, con su pretensión, siempre problemática, de representación de intereses sectoriales y concretos.  Porque esta vieja política no sólo ha perdido la batalla electoral frente a la tecnopolítica: también ha resignado su función indelegable como instancia de articulación de intereses, discusión, puesta en común y formulación de políticas públicas.  La política clásica resignó posiciones en el campo que le es propio: el del debate público, la discusión seria de los problemas públicos.  Diferentes formas de ideologismos traban esta discusión.

Aporías del progresismo

El progresismo argentino contemporáneo tiene una característica bastante extraña respecto del progresismo clásico occidental (liberal): su carácter furiosamente antiliberal, nacionalista hasta extremos chauvinistas, y oscuramente autoritario.  Pero incluso sin entrar en el nivel de sofisticación que requeriría exponer las contradicciones a que lleva una posición tan kitsch, la principal aporía a la que conduce el progresismo estatista (anti capital, anti libre mercado), por la vía de la contracción económica, es la destrucción de empleo, la informalidad y exclusión, el asistencialismo universal, el deterioro de la calidad de los servicios públicos, y el empeoramiento progresivo de las condiciones de vida de los supuestos beneficiarios sus políticas.  Sobre la base de una economía que se contrae, no hay populismo que pueda ser popular.  Para sostenerse, recae en políticas intervencionistas, estatistas, regulatorias, que alientan el consumo y desincentivan la inversión, alimentando tensiones a las que la estructura económica subdesarrollada puede dar cada vez menos respuesta.

Insuficiencia del camino liberal

La propuesta pro-mercado, liberalizadora, antiestatista, desreguladora, lejos de su pretensión técnica o científica, es igualmente ideológica, sobre todo en sus formulaciones más radicales.  La política económica no puede plantearse con independencia de las restricciones y necesidades concretas de los diferentes actores.  No se puede hacer tabla rasa con la economía realmente existente para “refundar” sobre otras presuntas bases una economía ideal que funcione según los manuales.  El camino para la reconstrucción del ahorro, la acumulación de capital y la inversión en la economía real (y la mejora de la productividad e incorporación de trabajo), parte de aceptar que los actores concretos son lo que son, apoyarlos para su mejora y reconversión, cuidando la actividad y el empleo.  Esto no es posible con recetas llave en mano, simples políticas liberalizadoras y manipulación de la política monetaria, cambiaria y de regulación del flujo de capitales.  Las recetas que funcionan en países más normales, son insuficientes en un país como Argentina.  La inversión ocurrirá cuando se construyan condiciones concretas para que ocurra.  Suponer lo contrario es incurrir en un planteo también ideológico.

Esterilidad del republicanismo

El neoinstitucionalismo vulgaris en sus diversas formas, el republicanismo, que participan en alguna medida del liberalismo, incurren en una presunción similar, arbitraria.  Son las instituciones y sus reglas de juego claras y estables, se dice, lo que encauza el juego político, lo normaliza, y por lo tanto lo que sienta las bases de la estabilidad y el desarrollo económico.  Hay que consolidar las instituciones, limitar la arbitrariedad del poder, combatir la corrupción y los favoritismos, el capitalismo de amigos, la impunidad, etc.  La verdad es que las instituciones argentinas no son mucho menos estables, mucho más oscuras, mucho menos democráticas o mucho más porosas a los favoritismos que otras instituciones de países con economías con trayectorias de crecimiento mucho más exitosas.  La apelación permanente a la idea de la “chavización” de la democracia argentina, siendo un riesgo concreto, no es la explicación de los problemas económicos, sino más bien una externalidad.  Una mejor institucionalidad es condición del desarrollo, pero no un motor suficiente.

Cambio cultural e incentivos

Otro tanto ocurre con esa petición de principio que requiere un cambio cultural como condición del desarrollo, como si por decreto se pudieran fijar las reglas culturales.  La verdad es que la política pública (y los cambios marginales o más sustanciales en la estructura legal del país) de lo que puede y debe ocuparse es de generar el esquema de incentivos y penalidades, tales que induzcan o repriman los comportamientos que se valoran como provechosos para la comunidad.  Sólo a lo largo del tiempo (y a través de la adopción de una práctica continuada) los cambios de comportamiento pueden cristalizar en cambios culturales.

Una política de desarrollo e inversión: capitalización y productividad

Por donde quiera que se enfoque el problema, al final aparece la necesidad de construir un consenso en el plano del debate público sobre la necesidad de una política de inversión, orientada al desarrollo económico.  Esto es, la inversión dirigida a promover la capitalización, tal que haga posible el salto de productividad que defienda la competitividad de la producción argentina respecto del resto del mundo.  Esta política tiene que procurar, por un lado, favorecer los circuitos de ahorro, acumulación e inversión en los sectores más dinámicos de la economía, liberar las trabas que frenan su desarrollo, los cepos regulatorios de todo tipo, la burocracia, la presión tributaria, la rigidez del mercado laboral, y promover la modernización y reconversión de actividades por la vía del desarrollo del mercado de capitales y del crédito productivo.

Desarrollo social genuino

Por otro lado, la misma política de desarrollo tiene que enfocar la dimensión del desarrollo social desde la generación de actividad económica, productiva, intensiva en el empleo, capacitación y calificación de la mano de obra argentina.  En la medida en que estas actividades no surgirían espontáneamente ni subsistirían en condiciones de mercado abierto (por sus desventajas de competitividad, productividad o estándares de calidad), interesa que el Estado asuma su promoción.  El subsidio a este tipo de actividades, por la vía de desgravaciones, períodos de carencia impositivos que tiendan a su formalidad, líneas de crédito y microcrédito, capital semilla, fomento del cooperativismo, etc., sería ampliamente compensado por la reconstrucción del capital social.

Corrientes de opinión y debate público

Un programa de desarrollo inversión, y capitalización, tanto como su indispensable capítulo de desarrollo social inclusivo y reconstrucción del capital social, no surgen de la nada.  No es una tarea académica, que pueda construirse técnicamente en la campana de cristal o el laboratorio, al margen del debate político.  No puede surgir de la dinámica en la que opera la construcción de volumen electoral en el plano de la tecnopolítica.  Tampoco puede construirlo “la vieja política” clásica, si los elementos que la animan persisten en sus insuficiencias de representación típicas, sus ideologismos y rivalidades.  La responsabilidad de construir el debate público alrededor de tal programa sólo puede asumirla una corriente de opinión, apoyada en la acción coordinada, consciente, de líderes de opinión que coincidan en tal necesidad, trabajando en red, en un clima de respeto, discusión seria, camaradería y (no menos importante) articulación con los intereses concretos de los sectores más fuertes, más lúcidos, que requieren y anhelan una salida a la crisis.