* Prologo de Rogelio Frigerio
Agradezco y me siento halagado con la cordial invitación de mi amigo Luis Clementi para prologar este libro, al tiempo que celebro que militantes como él dediquen tiempo y esfuerzo a la tarea de continuar al esclarecimiento de una problemática tan compleja como la de la globalización.
Considero que la contradicción entre la tendencia a la globalización y la existencia de las naciones como entidades autónomas es el signo de las confrontaciones de nuestro tiempo. Por un lado, la globalización, comprendida como fase actual del desarrollo de la economía capitalista, se manifiesta en la concentración del capital, en la explosión tecnológica, en la tendencia a la unificación de los mercados, y a la organización del mundo en bloques comerciales regionales, entre otros fenómenos. Por el otro, las naciones y sus respectivos Estados, vigentes en cuanto modo de organización de los pueblos, se muestran como el único canal para la acción sobre las contradicciones y problemas inherentes al proceso de desenvolvimiento de esta tendencia globalizadora.
Siempre me he ocupado de considerar a la Nación como una categoría histórica, que no existía en el pasado y que seguramente habrá de dejar de existir en el futuro. Lo mismo tengo que decir de la globalización: más allá de los debates – a mi juicio irrelevantes – acerca de cuando comenzó a manifestarse, ella debe considerarse como la expresión actual de la tendencia intrínseca de la economía a la concentración del capital. Y en base a esto, también debe ser catalogada como una categoría histórica, germen, a su vez, de los que habrá de ser el «mundo uno» del que se habla desde hace décadas.
La globalización, estrictamente definida con las características que hoy muestra, es un fenómeno novísimo, muy reciente. Aún cuando su gérmen puede encontrarse en fases previas del propio proceso de desarrollo del capitalismo, recién alcanza la fuerza que hoy posee en las últimas décadas, más precisamente en la de los años 90. La Nación, en cambio, es una categoría bastante más «vieja», al punto que más de una vez ha sido declarada «superada» y hasta anacrónica.
La vigencia de la Nación, sin embargo, se demuestra día a día, con la fuerza que le da el peso de los hechos. Graves conflictos como los que en estos días vemos en Yugoslavia —por solo citar un ejemplo candente— no hacen sino demostrar que, para los pueblos, los lazos y valores nacionales siguen siendo dramáticamente importantes.
Lejos de las predicciones de los ideólogos liberales que vieron en el advenimiento de la globalización «el fin de la historia», son muchos los problemas que la humanidad sigue sin poder resolver. Si se hace un balance del acontecer mundial de los últimos veinte años, puede notarse hasta que punto los más graves flagelos se han agudizado de la mano de la persistencia y aún ensanchamiento de la brecha existente entre las naciones desarrolladas y los países atrasados. A la vez, puede notarse hasta qué punto la opulencia y la pobreza siguen polarizándose dramáticamente tanto en los países desarrollados como en las regiones subdesarrolladas, aunque con características verdaderamente dramáticas en estas últimas.
Existe una contradicción insoslayable entre la tremenda capacidad productiva que ha alcanzado la economía, y la limitada capacidad de consumo del mercado mundial. Estoy persuadido de que en está contradicción está implícita la solución de los problemas del mundo actual.
El interés en el desarrollo de las regiones atrasadas del globo es común a todos los pueblos del mundo, fundamentalmente por un problema de índole moral y espiritual: es evidentemente condenable un sistema económico que, con la tremenda capacidad productiva que ostenta la economía mundial actual condene a millones de seres humanos a la exclusión, la miseria y el hambre. Pero además de este problema moral puede anotarse un problema estrictamente funcional: un sistema económico que produce pero no consume está condenado a los ciclos capitalistas que ya describieron los clásicos de la ciencia económica.
En el polo desarrollado del planeta, sólo los Estados nacionales están en condiciones de buscar una mejor distribución de la riqueza que solucione, aunque sólo sea parcialmente, los problemas que dimanan de las características de su propio desarrollo. En el polo subdesarrollado, a su vez, solo los Estados nacionales; están en condiciones de canalizar las voluntades y los esfuerzos por el desarrollo nacional, única vía para quebrar el atraso.
Los Estados nacionales se desenvuelven en el seno del proceso de la globalización. Es imprescindible anotar que entre este proceso de globalización y las políticas nacionales se producen las más fecundas contradicciones. En ella radica, a mi entender, la posibilidad de que las naciones, con políticas propias y de cooperación mutua, sean las protagonistas de la solución de los muchos y graves problemas que aquejan al mundo.
Invito, pues, al lector, a profundizar, en estas páginas, sobre la dinámica de estos procesos, convencido de que el trabajo que sigue constituye un significativo aporte para su comprensión y la eventual y necesaria acción política.
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