La pandemia del COVID-19 impacta en la economía de los países no sólo por el cambio en el comportamiento de los agentes, sino por las restricciones impuestas por cada gobierno. A diferencia de una crisis económica típica, en la que la política económica gubernamental ofrece incentivos y penalidades para alterar el comportamiento de los agentes de manera de contrarrestar el ciclo, en esta crisis particular, la política sanitaria, al restringir violentamente la actividad, alimenta y acentúa los comportamientos que profundizan y agravan la crisis.
Dilema entre salud y economía, señalaron algunos, como si el arte del gobierno no consistiese precisamente en congeniar problemas a primera vista heterogéneos en un cálculo integrador que los abarque y maximice el bien público. Y como si la economía fuese algo distinto a la producción y distribución de los bienes y servicios sobre los que se funda el bienestar de la gente, incluida su salud.
La intervención inédita de los Estados y las fuertes restricciones impuestas sobre la vida cotidiana de las personas se justificó como política sanitaria y tuvo como objeto genérico proteger la vida de las personas, pero más específicamente proteger los sistema de salud de los países, puestos duramente a prueba por la virulencia del virus, pero también por la falta de herramientas y preparación, su inelasticidad —incapaz de absorber el pico de casos— y la combinación de sorpresa y miedo a lo desconocido que incluyó a los propios profesionales de la salud. Con todo, las medidas de aislamiento recibieron duras críticas por las implicancias políticas del control ejercido por los Estados sobre la voluntad, intimidad, comportamiento y albedrío de las personas.
Un desafío al orden económico
El otro tipo de intervención estatal, la económica, fue cobrando relieve expost, a medida que impactaba la pandemia y sin dudas irá adquiriendo diferentes formas y matices en los próximos meses y años. La magnitud de la crisis económica mundial obligará a medidas drásticas y requerirá esfuerzos de imaginación y coordinación inéditos, ante desafíos que el orden económico multilateral mundial no enfrenta probablemente desde Breton Woods. Por supuesto, es posible que esta coordinación se logre en mayor o menor medida, o no se logre (depende de la voluntad de los Estados y de la predisposición y aptitud de sus líderes).
Este mundo cada vez más «intervencionista» es el contexto en el que el gobierno argentino debe tomar decisiones. La decisión de enfrentar al coronavirus con medidas drásticas le ha otorgado al presidente Fernández una centralidad política que hubiera sido inimaginable hace muy poco. Argentina es uno de los países con más alto índice de aprobación a la política sanitaria, más alta aprobación presidencial, y más miedo al nuevo virus. No parece casual que estos índices coexistan con el especial énfasis puesto en el cumplimiento del aislamiento.
Desde el punto de vista político, la centralidad excluyente de la batalla sanitaria ha permitido al gobierno concitar apoyo y relegar los problemas económicos a un segundo plano, al menos por el momento. Este cambio en la demanda popular, por el momento, lo beneficia. Pero eso puede volver cambiar muy rápidamente, en la medida en que se precipite la crisis de las empresas, la destrucción del empleo, y la caída de los ingresos de la población.
El lockout es una decisión sanitaria con altísimo impacto económico. Lo es en Argentina y en cualquier otro país del mundo, por supuesto. Pero tiene diferentes implicancias tanto en el corto cuanto en el mediano plazo, según la conformación estructural de las economías de que se trate. Se ha señalado que la economía argentina arrastra «comorbilidades», enfermedades preexistentes que ahora coexisten con la pandemia, que la hacen especialmente vulnerable. Pero al enumerarlas, suele mencionarse el peso de la deuda externa, el déficit fiscal, entre otras.
La decapitalización argentina
El factor crítico por el que la economía argentina sufrirá particularmente las consecuencias del lockout es su bajísima tasa de capitalización promedio, consecuencia de largas décadas de tasas de inversión estructuralmente anémicas. Las economías más capitalizadas, cuya productividad es más alta, están en mejores condiciones no sólo de absorber y acolchonar los efectos de la crisis, sino de recuperarse. Pero además la economía argentina es una economía con precios relativos muy distorsionados y factores productivos estáticos, también enmarañados e inmovilizados por años de regulaciones y oligopolios que complican, traban y eventualmente agravan los ajustes necesarios para volver a arrancar. Las economías con mercados más dinámicos y concurrentes pueden acomodar más rápido sus precios relativos y reconvertirse y adaptarse también más rápido. Finalmente, la economía argentina es una economía con alta tasa de informalidad —directamente relacionada con la alta regulación y alta presión tributaria— concomitante con una baja calidad de los servicios estatales y una desigual provisión e internalización de los bienes públicos que provee.
Por eso también la intervención del Estado puede ser saludable en las economías desarrolladas, muy capitalizadas y competitivas, al inyectar liquidez o fijar determinadas reglas de juego y contruibuir a salir de la crisis, y no ser tan eficaz en economías con largas crisis de capitalización y poco productivas y competitivas, como la argentina. Aquí la inyección de liquidez puede retroalimentar la estanflación, y la política de intervención, las regulaciones, el cambio de reglas de juego, el incumplimiento de contratos, etcétera, configurar un escenario de incertidumbre que siga inhibiendo la inversión y agravando los problemas.
Es muy importante no confundir los índices de los problemas con los problemas mismos. Los índices pueden servir para ordenar las ideas y para tener algunas dimensiones, señalar cambios o continuidades a lo largo del tiempo, pero no sólo no agotan los problemas, sino que a veces nos hacen perderlos de vista. Así como la pobreza es un problema complejo que excede el ingreso de las familias —aunque el ingreso sea el indicador más directo y a mano para medirla—, así también la fortaleza de la economía de un país, su solidez, está dada por un conjunto de factores que exceden la cuantía o las variaciones del producto bruto —o el peso de su deuda, o el déficit del sector público—, aunque constituyan índices relevantes. Del mismo modo que la pobreza no se resuelve con coyunturales mejoras en el ingreso, pero que sí puede agravarse con caídas bruscas, así también el crecimiento coyuntural del PIB no implica que la economía pueda emprender el camino del desarrollo, pero una caída acumulada detrás de otra sí agrava la situación del país.
La crisis en la que la pandemia sumergió al mundo nos golpeará muy duro, probablemente más que muchos otros países. Pero si nos ayuda a entender mejor la dinámica de nuestra crisis anterior, y si se combina con una clara visión del mundo que viene, puede ser una oportunidad. La interpretación de los nuevos patrones de consumo, y el aprovechamiento de las herramientas que surjan de la crisis global, deben servirnos de punto de partida para generar los cambios institucionales, políticos y económicos que nos permitan atraer inversiones y consolidar un proceso de capitalización de largo aliento, capaz de movilizar nuestras riquezas, que nos encarrile en la senda del desarrollo integrado.