Durante la campaña electoral en enero de 1958, Arturo Frondizi resumió su propuesta en tres premisas: paz social, legalidad para todos y desarrollo económico. Era su programa para 20 millones de argentinos.
La primera cuestión implicaba dos dimensiones. La de fondo y otra propia de las circunstancias de aquel tiempo. La de fondo significaba negar que la lucha de clases condujera a resolver los problemas y a mejorar las condiciones de vida espiritual y material de todos. La otra dependía de los duros momentos de entonces. A las viejas y dolorosas injusticias se unían enfrentamientos, enconos, agravios recíprocos y toda clase de discordias entre argentinos, para muchos de los cuales era legitimo anteponerlos a cualquier cosa o razonamiento, viniera de donde viniera.
Desde luego, Frondizi y quienes los acompañaban veían muy preocupante el nítido odio al pueblo representado por los argentinos del interior arribados a las ciudades de la región pampeana, a los suburbanos, a los hijos de inmigrantes. Los que fueron llamados la chusma yrigoyenista, los cabecitas negras, los desclasados peronistas, el aluvión zoológico. Se había llegado al extremo en 1952 de pintar «viva el cáncer» en una pared cercana a la residencia presidencial donde Evita agonizaba.
El odio tenía una larga tradición en Argentina. A tal punto, que Joaquin V. González denunció en 1910 que existía una «ley del odio». El ministro del Interior de Julio Argentino Roca calificaba a ese odio de «elemento morboso que trabaja en el fondo del alma nacional desde el primer momento de la Revolución de Mayo». Frondizi había prestado siempre gran atención al tema y en su sistema de carpetas figuraba una correspondiente al «odio al pueblo», dentro de “VI, Orden Institucional”.
Pero Frondizi, sus amigos y partidarios, conociendo las diferencias y contradicciones que existían, también sabían que existián cosas en común, que el problema también pasaba por la necesidad de coexistir para seguir viviendo. Que el proyecto de ser una nación eran un factor unificador y el establecimiento de una sólida amistad cívica entre los argentinos era también posible. Además, sabían que nada podrían hacerse en el país mientras subsistían los enfrentamientos y los enconos y estos no continuaran gobernando y no las ideas y la necesidad de reimponer la autoridad justa obrando con miras al bien común.
Esto determinaba la prioridad de la paz social. Antes que nada, entonces, debían echarse las bases de la pacificación en un país fuertemente traumatizado por viejas y nuevas querellas e injusticias de toda índole. Esto explica la ley de amnistía de 1958, el levantamiento de las proscripciones e inhabilitaciones, la derogación de la ley de residencia 4.144 y los decretos-leyes que penaban el uso de la ideología y símbolos peronistas. También los ascensos a Teniente General y Almirante a Pedro Eugenio Aramburu e Isaac Rojas, respectivamente. Y la ley de homenaje a las Fuerzas Armadas por haber cumplido la palabra empeñada regresando el poder al pueblo.
Estas ideas concurren a explicar una consigna de los tiempos electorales de 1958: al odio que destruye oponemos el amor que construye.
Por todo esto, el logro de la paz social, es decir, la pacificación del país, era un objetivo central de la política y no solamente la expresión de un punto de vista teórico que se oponía al de la lucha de clases.
En aquellas prioridades encontramos un antecedente de lo que vino a conocerse como necesidad de integración política a partir de lo común que hay en todas las diversidades humanas:culturales, políticas, sociales, económicas, institucionales, regionales, internas y externas. Es decir, construir una política que acentuara las coincidencias y no las diferencias, dejando para que dentro del contexto de la unidad se desenvolvieran las luchas por lo que cada uno consideraba sus legítimas reivindicaciones.