Fernández
Alberto Fernández en la apertura del segundo encuentro del Grupo de Puebla, en noviembre de 2019, en Buenos Aires. / Maximiliano Luna

En los primeros cinco meses, el gobierno de Alberto Fernández tuvo cruces con todos los países vecinos. Demasiados pasos en falso en una región ideológicamente adversa para el presidente, que se mueve como un predicador de las fuerzas progresistas del continente. La puesta en escena más llamativa es el Grupo de Puebla, un espacio con poca representación institucional. Fernández es el único mandatario del grupo, formado por expresidentes y líderes de la izquierda latinoamericana. Y suele cometer el error de involucrarse en asuntos de la política interna de otros países.

El primer conflicto comenzó, en rigor, cuando Alberto Fernández no era aún presidente. En plena campaña, visitó a Lula da Silva en el penal de Curitiba. El expresidente brasileño cumplía allí una condena por corrupción. «Lula es víctima de un Estado de derecho que no funciona», declaró Fernández tras la reunión. El gobierno de Jair Bolsonaro no se pronunció al respecto, pero sí lo hizo el hijo del presidente, el diputado Eduardo Bolsonaro. «Este tipo de discurso me da un déjà vu. Parece que estoy escuchando el discurso perdedor de las elecciones de 2018 en Brasil. Los delincuentes, así como los amigos de los delincuentes, aún no han entendido que la clave ha cambiado. El momento de Sudamérica es de los conservadores y con un programa económico liberal”, manifestó el hijo del presidente.

Tras el triunfo electoral, Fernández reiteró en público que consideraba que Lula estaba sufriendo una injusticia. Las declaraciones eran de un presidente electo, no de un mero candidato, y cayeron mal en el Palacio de Itamaraty. La Comisión de Relaciones Exteriores y Defensa Nacional de la Cámara de Diputados de Brasil aprobó una resolución de repudio al discurso de Fernández por interferir en los asuntos internos del país con la petición de la liberación de Lula.

Evo y el Frente Amplio 

Evo Morales renunció a la presidencia de Bolivia el 10 de noviembre de 2019, en medio de denuncias de fraude y bajo la presión del Ejército. La crisis política tensó el ambiente de la transición en Argentina. Faltaba exactamente un mes para que asumiera Fernández. «En Bolivia se ha consumado un golpe de Estado», declaró el presidente electo. Mauricio Macri evitó condenar el quiebre institucional y el entonces canciller, Jorge Faurie, rechazó que se tratara de un golpe de Estado. Más allá de la polémica en la política interna, la clara toma de partido de Fernández generó asperezas con el gobierno interino de Bolivia, a cargo de Jeanine Áñez.

Dos días después de la asunción de Alberto Fernández, Evo Morales llegó a Argentina desde México, donde estaba exiliado. Y no mantuvo un perfil bajo: participó en una de las marchas de los jueves de Madres de Plaza de Mayo e incluso organizó un acto masivo en el Club Deportivo Español, donde anunció la candidatura de Luis Arce a la presidencia de Bolivia por el Movimiento Al Socialismo (MAS). El Gobierno de Áñez cuestionó a Fernández porque considera que da «protección a los actos sediciosos de Evo Morales». Las elecciones para la presidencia de Bolivia estaban previstas para el pasado 3 de mayo, pero fueron suspendidas por la pandemia del COVID-19.

La campaña presidencial en Uruguay fue una nueva oportunidad para que Fernández se involucrara en la política de un país vecino. Y no la dejó pasar. Ya electo presidente, viajó Montevideo para apoyar a Daniel Martínez, candidato del Frente Amplio. La decisión parece extraña: Alberto tiene una muy buena relación con la familia de Luis Lacalle Pou, entonces candidato y hoy presidente oriental.

Alberto Fernández, sin embargo, no es el primer presidente que apoya a un candidato de otro país durante la contienda electoral. Mauricio Macri respaldó a Hillary Clinton en 2016, en un acto de la Clinton Global Initiative, junto al entonces primer ministro de Italia, Mateo Renzi.

La crisis del Mercosur

El mensaje era corto y claro: «Argentina decide retirarse de las negociaciones externas que emprende el Mercosur». Lo tuiteó la cuenta oficial del Ministerio de Relaciones Exteriores de Paraguay, país que ocupa la presidencia pro témpore del bloque. Fue el 24 de abril de este año, después de una reunión virtual de los Coordinadores Nacionales del Grupo Mercado Común. Una reunión de carácter técnico, donde Jorge Neme, secretario de Relaciones Económicas Internacionales de Argentina, anunció que el país no iba a participar de las negociaciones de acuerdos de libre comercio con otros bloques, al menos mientras durara la pandemia. Se leyó como un desplante argentino que echaba por tierra 20 años de construcción, con sus más y sus menos, de un espacio común.

Con las horas se conocieron los detalles: no suspendía las tratativas que estaban en marcha con la Unión Europea y la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA), pero sí las negociaciones con Canadá, Corea del Sur y Líbano, entre otros países. En primera instancia, el argumento del Gobierno era válido. Nadie sabe en qué condiciones quedará la economía nacional, regional y mundial después del derrumbe que está provocando el virus. Pero de ninguna manera tiene sentido pegar semejante portazo con los socios del mercado en común. Menos aún sin consultar a la oposición. La construcción del bloque económico, con infinidad de problemas, es una política de Estado que inauguró Raúl Alfonsín y que, aún en las peores circunstancias, Argentina supo defender.

Tras la incertidumbre y la confusión de los primeros días, el canciller Argentino, Felipe Solá, aclaró con insistencia que Argentina «permanece en el Mercosur» y sigue formando parte de las negociaciones.

Errores y comparaciones por el COVID-19

En cada conferencia sobre la evolución de la pandemia, el presidente adoptó un modo de profesor y expuso estadísticas de Argentina en comparación con otros países. El propósito de Fernández es evidenciar la eficacia de la cuarentena como medida para disminuir la velocidad de contagios. Pero el método no tardó en generar cortocircuitos. El primero, con Chile. El mensaje del primer mandatario criticaba, entre líneas, la política seguida por el país trasandino para hacer frente a la crisis. Y esto no cayó bien en el gobierno de Sebastián Piñera. En la conferencia del 22 de mayo, además, Alberto Fernández mostró datos erróneos sobre el número de muertos por coronavirus en Chile, lo que provocó una respuesta del embajador chileno en Argentina, Nicolás Monckeberg Díaz.

La relación con el gobierno de Piñera ya venía resentida por un gesto político, al menos, poco diplomático de Fernández. En una teleconferencia del Grupo de Puebla, el presidente argentino llamó a la unidad de la oposición para confrontar con el oficialismo en Chile. Alberto recalculó lo sucedido tras la reunión y mantuvo una conversación telefónica con Piñera para distender la relación.

El plato fuerte, sin embargo, fue el análisis que hizo Fernández el 8 de mayo sobre el avance del coronavirus en Suecia. Planteó comparaciones sin sentido y subrayó que el país tenía mayor tasa de mortalidad por COVID-19 que sus países vecinos. La respuesta del país escandinavo fue una lección que dejó en evidencia con precisión exacta por qué la comparación no tenía sustento. El presidente aclaró unos días después que era un admirador de Suecia. Una manera encubierta de pedir disculpas.

En muy poco tiempo, el presidente cometió una seguidilla de errores o se enredó en enfrentamientos innecesarios con los países vecinos. Debería tener en cuenta que, independientemente del color político del Gobierno, la política exterior es un pilar fundamental de un país. Un aspecto central para los intercambios comerciales, culturales, y sociales, para la atracción de inversiones y para la coordinación de la seguridad a escala regional. Un país como Argentina tiene poco margen para hacer política internacional más allá de la prioridad central, que es aumentar el comercio y la riqueza. Porque la política exterior es un instrumento clave para el desarrollo.