“La mirada … no cambia por sí misma ninguna realidad, pero cambia las valoraciones y la actitud frente a ella.” (Siede:I. 2006:44/45)

Todas las identidades (sexuales, de género, de raza, de nacionalidad, de clase, etc) son culturales e históricas. Al reconocernos en una identidad supone un sentido de pertenencia a un grupo social referente. Sin embargo las identidades pueden ser también provisorias y ser  rechazadas según las contingencias. Aceptamos la transitoriedad de identidades de clase, por ejemplo que un obrero pase a ser empresario y en esa posición, representado de forma diferente se perciba como otro sujeto. Pero a la identidad sexual o a la de género en las sociedades occidentales modernas es muy difícil reconocerles estas características. Tenemos miedo a la amenaza de disolución que implica no tener  una identidad fija, por eso intentamos fijar una identidad con lo que somos ahora. En un mundo donde todo es incierto nos aferramos a lo que parece más tangible y nuestros cuerpos, se constituyen el ancla de nuestra identidad. Sin embargo los cuerpos cambian por el paso del tiempo, por los cambios de hábitos, enfermedades, modas, etc. Y puede ser que sus deseos y  necesidades no estén en concordancia con la apariencia de ese cuerpo. Los cuerpos no son tan evidentes como pensamos ni las identidades surgen de sus evidencias.

Se trata de distintos dispositivos disciplinares (médicos, jurídicos, religiosos, educacionales,  etc.) un “deber ser” que actúa  como referencia positiva frente a la cual lo restante se interpreta como anormal o patológico constituyendo un “discurso normativo”[2] reforzado además en los medios de comunicación.

La  sexualidad es “una de las dimensiones de la vida social humana más naturalizada”. La mirada hegemónica de un discurso biologicista, normalizador, selecciona  y define qué prácticas son normales y sanas, bajo un orden moral equivalente a “natural” que se expresa en la organización  binaria de los cuerpos. Masculino y femenino se presentan como dos grandes grupos esenciales, excluyentes y complementarios entre sí.

Como formas estereotipadas de ser varón y mujer se corresponden, a su vez, con los pares racional/emocional; fuerte/débil; activo/pasivo; público/privado; entre otros. Así para las mujeres tener útero y mamas fija una esencia femenina anclada en la maternidad y, naturalmente, experta en los ámbitos privados domésticos y en la crianza. Opuestamente los varones son imaginados y designados como dominantes y superiores  en los desempeños físicos y los  ámbitos laborales públicos (Muñoz, 2004). [1] (Citado en Carlos Iván García Suárez Darío Reynaldo Muñoz Onofre 2009).

Desde esta perspectiva la esencialización y la  naturalización, son los mecanismos productores y justificadores de ambos estereotipos, y de las relaciones y las formas de organización de sus vidas. Se constituyen a partir de los usos cotidianos y espontáneos del lenguaje y sus efectos performativos, es decir que producen lo que nombran: “Los hombres no lloran”.

De esta manera se marcan las fronteras entre quiénes, en sintonía con los patrones culturales, representan la norma  y quiénes se ubican en los márgenes de la misma. “Se impone una jerarquía donde la superioridad del prototipo culturalmente hegemónico representado como (blanco, burgués, heterosexual, racional occidental y técnicamente capaz)” (Morgade, G, (1998 pp.3-9), (citada en Paula Fainsod 2015), no necesita justificación porque es justamente desde la naturalización de los estereotipos de género donde esa posibilidad es velada.  Esta referencia no precisa más ser nombrada, ni justificada por la  naturalización que se hizo de ella.

La lógica de selección de lo que conforman las categorías, históricamente ha seleccionado solamente al grupo dominante como la norma. Como mencionamos arriba, la categoría “varón” selecciona solamente a los machos burgueses blancos heterosexuales;  la categoría “mujer” selecciona solamente a las hembras burguesas, blancas, heterosexuales; la categoría “negro” solamente a los machos heterosexuales negros; etc. Esta lógica de separación en la que la categoría mujer no incluye a la mujer de color y la categoría negro no incluye a la mujer negra, distorsiona los seres y los fenómenos que existen en la intersección entre ambas, claramente  hay algo que falta. Solo al percibir género y raza como entramados o fusionados indisolublemente, podemos develar lo que la “interseccionalidad” oculta (María Lugones 2008), en este ejemplo, a las mujeres de color y a la violencia contra ellas. Estas jerarquías sociales que se imponen en la lógica de  estas categorías ocultan y, al mismo tiempo, legitiman la inferioridad esencial y natural de la mujer y de otras formas diferentes de masculinidad y de femineidad.

Es en el proceso de inferiorización de los sujetos donde la violencia se hace posible” ((Fainsod,P, 2020).

“Aunque invisible a primera vista, el sistema produce y reproduce continuamente este orden social acondicionando el terreno de la desigualdad y la discriminación que produce violencia física y simbólica.

Siguiendo a Paula Fainsod (2015) los vínculos que entretejen los varones entre sí, las mujeres con otras mujeres y los que entrelazan a ambos sexos conforman un particular circuito donde, [frente a aquellos diferentes], la desigualdad, la discriminación y la violencia se retroalimentan [impactando negativamente en la imagen que los sujetos construyen de sí mismos]. (p.322).

Dominantes y dominados se piensan con las categorías hegemónicas de género, como un “filtro cultural” con el que interpretamos el mundo y de ese modo la violencia no es percibida como tal para los actores. La violencia opera desde dentro de los individuos, por medio del habitus, en términos de Bourdieu “(…) ciertas miradas de lo masculino y femenino se inscriben en el cuerpo a modo de tatuajes, configurando un cuerpo socializado.” (Fainsod,P. 2015:324)

En sentido opuesto, el reconocimiento de la construcción social del género en lugar de las diferencias biológicas permitió desarrollar una visión más crítica y adecuada de  las desigualdades entre los géneros situando el debate en el marco de las relaciones de poder de la sociedad y en la interiorización de las mismas.

La escuela no es neutral frente a ese discurso. En conjunción con otras instituciones y organismos de poder ha ejercido y aún lo hace, un papel productor y reproductor de ese orden social que “…aparece como natural, normal e inevitable” y que es aquel en el que nos hemos formado. En este sentido es muy relevante que la institución escuela pueda visibilizar las desigualdades  que sufren las personas por su clase, su color de piel, su lugar de origen, su cultura, su género, su orientación sexual, etc.; y la interseccionalidad entre ellas, es decir, revisar la particularización que se da en el entrecruzamiento de estas experiencias  de sufrimiento. Conviniendo con Graciela Morgade (2014)[3] que descubrir que el problema no está en la diferencia sino en la desigualdad y la injusticia es reconocer que  todas  las personas deberían ser tratadas como sujetos de derecho y sujetos de deseo, considerando inclusive, cómo se trata cada quien a sí mismo. Esta perspectiva es clave en un marco ético para las prácticas educativas.

Es lógico entonces suponer  que la  expresión “me parece una locura” pueda coincidir con la de la mayoría de las personas formadas en el marco de discursos  que no permiten concebir la posibilidad de las transformaciones vinculadas con las sexualidades. Esta situación interpela al posicionamiento de cada docente y a la escuela como agentes de cambio en la búsqueda de una educación  más justa, más igualitaria y, en consecuencia, menos violenta.


[1] “Yo nena, yo princesa” Experiencia trans de una niña de cinco años. . Dirección: Valeria Pavan María Aramburú. ,Abril de 2014, Buenos Aires, Argentina. https://www.youtube.com/watch?v=zxAwyw7NOmw

[2] DGCyE, (2015)

[3] Morgade, Graciela (2014) Conferencia Ciclo: “Género e infancias”. Recuperado de https://www.youtube.com/results?search_query=conferencia+Morgade+g%C3%A9nero+e+infancias