La democracia vive cuando se renueva, se amplía y se perfecciona. Es una tarea colectiva, pero que no avanza y si los poderes públicos no actúan en esa dirección. Ahora que estamos celebrando las cuatro décadas de normalización institucional y vigencia del estado de derecho, a partir de la restauración democrática de 1983, es propicio reflexionar sobre cuanto hemos avanzado en esta cuestión esencial. Poco. Al aumentar la fragmentación social, proceso que recorre todas las gestiones de distinto signo que se ha sucedido en este período, cae el conjunto de los indicadores de ciudadanía que pueden medirse con alguna objetividad: empleo, trabajo, salud, vivienda. La deuda social no libera a nadie de culpa y por lo tanto debiera comprometer al conjunto de la dirigencia a definir, de una vez por todas, un camino de superación de la crisis del subdesarrollo argentino, agravada notablemente en los últimos tiempos.
Ahora, en momentos electorales cortos en el tiempo y frenéticos en las pujas por ganar el favor de los votantes, también deberíamos poner atención al mecanismo que hasta ahora ha venido garantizando la reproducción de un sistema institucional que se muestra incapaz de procesar las más agudas y legítimas demandas de la comunidad. El dispositivo legal reconoce a los partidos políticos como los protagonistas de la vida institucional. Vaciados de contenido programático, entre otras razones por el deterioro de la representación que privilegia el marketing por sobre las diferencias de visión y propuestas, los partidos deshilachados se agrupan ahora en coaliciones vagamente referenciadas en izquierdas y derechas, categorizaciones por demás imprecisas a esta altura de la civilización. Esas coaliciones –requeteconservadoras en la práctica cualquiera sea la invocación de cambio con que se disfracen– se organizan electoralmente mediante un dispositivo que castiga las opciones menos simplistas y por lo tanto privilegia los reduccionismos-sectarismos. Lo hemos sostenido anteriormente: los presuntos contendientes están férreamente unidos por la grieta que se vuelve así en el mecanismo de perpetuación de un sistema que, sin embargo, fracasa en su gestión cuando tiene que resolver problemas bien concretos. Roman Slitine, politólogo francés, lo explica así: “..la polarización beneficia sobre todo a los políticos que ocupan el poder. Es una forma de juego en el que cada uno tiene sus cuotas electorales que quiere conservar. La grieta les permite acusar a los demás de su inacción y sus fracasos… Sobre todo, los distrae de los verdaderos problemas estructurales de Argentina”.
El ballotage corona el dispositivo de la polarización. ¿Cómo juega el desafiante Milei en este esquema? Como un refuerzo al mecanismo que impide que una amplísima representación popular respalde un programa de desarrollo que pueda llamarse tal, con la complicidad explícita de los principales y presuntos antangonistas. No es responsabilidad del electorado diseñar ese plan, eso está claro. Nos enfrentamos entonces, ya en estos días con carácter perentorio, a un nuevo encierro del soberano, el pueblo, que merece, a no dudarlo, más atención y respeto.