Una primera diferenciación es necesaria entre grieta y fragmentación social, aunque suele decirse que esta última es la “verdadera grieta”. Me permito precisar: grieta, lo que se dice realmente tal, es la neta y a veces hasta brutal división ideológica que, con largas raíces en el pasado, supimos construir en los últimos años (Arturo Pérez Reverte, a quien se puede considerar como un amigo de la Argentina, la acaba de definir como “guerra civil cultural”). Los antecedentes históricos cuentan, pero es preciso identificarla hoy en lo que tiene de específico de esta época para desmitificarla, si fuese posible.
La fragmentación social (también cultural y asumida como paternalismo compasivo, indiferencia cínica o preocupación epidérmica, con mayor o menor componente racista que abona a una mirada selectiva de clase social) es, en cambio, el principal problema de la Argentina en esta época y constituye el desafío prioritario para el porvenir de nuestra comunidad nacional.
Puesto que de confusiones se trata, me ocuparé ahora de la otra, la que envuelve, excita y aparentemente define la lucha política de estos años que vivimos (realmente en peligro). No está demás señalar que la grieta discursiva recubre y oculta a la otra (la desestructuración social), que queda así postergada en su prioridad. No hay inocencia posible al respecto y por esto es preciso desbrozar la selva de prejuicios para ir al encuentro del verdadero desafío, justamente el que no vemos.
La última versión de la grieta ideológica arranca con la fenomenal mutación cultural que promovió el menemato en los noventa, instalando en la sociedad argentina el sálvese quien pueda, dando por agotadas y anacrónicas las visiones de conjunto archivadas al falaz y alborozado anuncio de la muerte de las ideologías.
Nunca más, desde entonces, se pudo plantear centralmente el Bien Común con posibilidades de que ello sirviera para comprometer voluntades con fines nobles. Esa cuestión central sobre la que giraba la política clásica se volvió anacrónica y salió del discurso político. La pena es que fue reemplazada por miradas muy chiquitas, relatos de pacotilla o directamente una montaña de prejuicios del tipo de “aquí no trabaja el que no quiere”, una burrada cegadora, pero muy extendida. Debe reemplazarse el “no quiere” por “no puede” para empezar a entender algo.
Hasta la gestión de Raúl Alfonsín, se tuvo en cuenta —con suerte variada— lo que le sufría el conjunto de la sociedad, con la atención centrada en políticas de integración social, específicamente en educación y salud. Recordar la Caja Pan. Se podía fracasar, pero sin cuestionar el objetivo. Desde los 90 ya no es así, con el consenso de Washington y la cantilena neoconservadora como coartada, floja de solidez filosófica pero apta para creyentes predispuestos. El adagio de autoayuda que se aplica aquí es: si no tiene solución no es un problema… y su sustrato resulta ser: yo soy lo más importante del mundo (con independencia del resto de seres que me rodean).
La polarización misma, expresada en las últimas compulsas electorales, es una expresión de esta grieta vigente, activamente fogoneada de ambos lados, aunque todos la niegan… ¿quién quiere ser grietoso? Nadie, pero al segundo después todos estamos mostrando la hilacha por cuestiones que la mayor parte de las veces son completamente irrelevantes.
En los sectores “ilustrados”, ecoambiente algo más sofisticado, se observa la negación de cualquier enrolamiento sectario, pero ni bien se mira se advierte la impostura en voceros apoltronados en alguno de los lados de la grieta, desde donde se pontifica que se deben llegar acuerdos… en los que el adversario se rinda y asuma sus culpas por anticipado. En el colmo de su ombligismo, algunos hasta le bajan línea al gobierno, consolándolo de que en algún aspecto, forzando la lupa, hizo bien a pesar de todo, descubriéndole curiosas virtudes republicanas que sólo ellos ven.
La juntada pejotista-massista-kirchnerista, exitosamente reunida, construye su discurso sobre el estúpido aserto de “Macri, basura, vos sos la dictadura”, con variantes suavizadas, pero con ese núcleo irracional como punto de partida, entendiéndose, por ampliación, al vocablo-dardo “dictadura” como antipueblo, neoliberal, insensible, gobierno para ricos, etcétera. La autopercepción es mucho más benévola: “vamos a volver” implica que “expresamos al pueblo oprimido”, vamos a liberarlo de sus cadenas empezando por retomar, nosotros, el control de la administración. Es perfectamente posible y hasta necesario dudar que los votantes, que obviamente exceden los compartimentos ideológico-partidarios, estén confiriendo un cheque en blanco a sus “empoderados” (provisoriamente) en las urnas, puesto que se trata de un reclamo profundo para que de una vez por todas se encaren nuestros déficits estructurales en materia de salario, inserción social, acceso a la cultura, etcétera.
Mientras tanto, la muchachada cambiemita trabaja sobre la suposición, también simplista, de que su adversario populista es irresponsable, corrupto, horda salvaje contra la propiedad privada y otras lindezas por el estilo, con apelación incluso a una exquisitez calificativa: son cleptócratas. Así, en su propia descripción, se profundiza la grieta, cavando sobre un fondo racista inconfesable, pero no por ello menos vigente pues ya se sabe: la negrada es peligrosa, impredecible, demandante. (Brutti, sporchi e cattivi, como sublimó Ettore Scola). Aquí también se es autoindulgente al calificarse a sí mismos: “somos la república, el sentido común, la honestidad administrativa, gente decente” que, por añadidura, no nos hemos “caído” en la educación pública y atendemos la salud con nuestro propio esfuerzo. Tal egoísmo autodestructivo puede tener consecuencias institucionales graves, como por ejemplo que se descuide presupuestariamente, en un distrito “rico” como la Capital Federal, el sistema hospitalario que debiera presidir una pirámide de prestaciones asistenciales para toda la aglomeración metropolitana.
Caricaturas y simulacros, pues, en ambos bordes, que siendo esencialmente grotescos y por lo tanto falsos prenden fuerte sino en las cabezas con toda seguridad en los corazones, (o, como dijera el sabio Atahualpa, en “los hígados y el riñón”), es decir, en un punto del alma humana donde no llega el razonamiento crítico o autocrítico. Funciona como un mecanismo automático al que se puede definir como que la razón viene en auxilio del prejuicio, en lugar de ser su principal antídoto.
Este esquema, increíblemente rústico, funciona porque existe un gran desaliento, fruto del chantaje moral al que fueron sometidos los sectores medios, y consecuentemente arroja una fatal incertidumbre. Pero en contrapartida debiera evaluarse un enorme potencial de transformación a convocar, participación popular mediante. Algo que, por cierto, horroriza a las almas bellas y les impide siquiera considerarlo, cuando es lógico y hasta obvio que debe intentarse. Por caso: que para los desheredados un trabajo posible deje de ser ocupar la calle y sea reemplazado, bajo cualquier forma de actividades socialmente útiles, en ocupación remunerada, como prioridad en la política social, con toda la diferencias, condiciones y gradaciones que sean viables, con ensayo y error.
Sin embargo, se prefiere a la gente (como uno) antes que al populacho insaciable y se descree que haya una respuesta posible a la cuestión de fondo, esto es la fragmentación social y su secuela de discriminación que ignora legítimas demandas de integración en una plataforma común donde sea posible acceder, con el esfuerzo compartido, a una vida digna. Aquí influye en forma nefasta la ideología que domina el debate sobre la economía, sin matriz nacional. Se asume como imposible eliminar la pobreza y se recomienda, con diversas combinaciones de cinismo y algo de compasión, administrarla con recursos que se consideran un costo, eso sí, por desgracia… inevitable.