Día tras día, los medios de comunicación comparten nuevos datos que desnudan la vulnerabilidad humana. Un sistema financiero que se desmorona, potencias mundiales colapsadas y hombres de poder contagiados. En épocas en que todo parece encaminarse hacia algo mucho peor, la solución a la pandemia del COVID-19 está al alcance de todos.
Una de las cuestiones más sobresalientes del virus es que —mas allá de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) haya dado indicaciones comunes— cada país ha afrontado la propagación a su manera: Rusia envía a repatriados y posibles contagiados a Siberia, el Reino Unido prioriza salvaguardar lo económico por encima lo sanitario, China construyó dos hospitales en plena fase de contagio y persigue hasta encerrar a sus habitantes. Lo cierto es que, de todas estas medidas gubernamentales, ninguna nación puede adjudicarse que su estrategia sea la más efectiva.
El coronavirus reflejó lo mejor y lo peor de la globalización del siglo XXI. Por un lado, el flujo de personas de un país a otro en tiempos acotados convirtió a los aeropuertos en un peligro social y sanitario sin precedentes. Sin embargo, la velocidad con la que llegó la información sobre el virus, mediante redes sociales y medios de comunicación, permitió a muchos ciudadanos —y gobernantes— tomar las precauciones necesarias antes de que fuera tarde.
Cuando parece que el panorama es desolador y entregamos todas nuestras esperanzas a que sea únicamente el Estado quien detenga la propagación del COVID-19, es el tiempo justo para darnos cuenta de que nuestra simple conducta es indispensable para frenar el contagio. Para esto, es fundamental que tengamos como horizonte de todo acto la solidaridad comunitaria y el bien común de todos los ciudadanos. Alterando el protocolo de acción en la convivencia social, se puede perjudicar a un número incierto de nuevos afectados. Cada uno debe tomar conciencia de que el propio acto repercutirá en otro argentino.
El mundo nos demostró que, a esta altura, no hay medidas exageradas y que la peor decisión es subestimar la realidad del virus. Por este motivo, con fraternidad debemos ayudarnos y cooperar unos con otros, desarrollando un espíritu cívico solidario. Desde el más preparado científico hasta el más humilde trabajador, cada uno puede tomar las riendas de la situación actual y actuar en consecuencia, con responsabilidad social y poniéndose al servicio del país cumpliendo con rigidez las órdenes de nuestras autoridades.
En Argentina se nos presenta la posibilidad de enfrentar unidos una crisis común que puede afectarnos gravemente, sin importar la ideología, la provincia o la clase social. En estos momentos sensibles, no esperamos otra cosa de nuestros gobernantes que medidas que fomenten la unidad. Solo en la unidad nacional podremos sobrepasar como país la llegada del virus a nuestras tierras. Nos encontramos ante la oportunidad de ubicarnos como un ejemplo mundial, ya que es un escenario en el que todos los países se observan entre sí para aprender qué se debe hacer y qué no se debe hacer. Unirnos—olvidar resentimientos, prejuicios y odios— es el único camino.
Tal como proclamó Arturo Frondizi en su mensaje inaugural de gobierno en 1958, “para que se pueda llevar a cabo esta empresa de realización nacional es condición previa e indispensable sellar definitivamente el reencuentro de los argentinos y alcanzar una plena y efectiva paz nacional”. El gran desafío del ahora es que el fin de la tan mencionada “grieta” no dure una cuarentena, sino que sea su culminación para siempre.
En tiempos que predominará el distanciamiento social y que el contacto físico no será parte de nuestras vidas, que el COVID-19 nos encuentre a los argentinos abrazados desde el alma. Estoy seguro que más fuerte que una pandemia es la unión inquebrantable de argentinos que obran hacia una causa común.COVID-19