La etapa que encuentra su fin en 2023 en Argentina ha sido calificada como populismo, es decir, una política consistente en “dar al pueblo lo que el pueblo quiere”, independientemente de las consecuencias o el bien del conjunto. Una deformación demagógica de la democracia ideal, que privilegia la consolidación inmediata y la reproducción del poder por sobre la razonabilidad, sustentabilidad, utilidad social y representatividad de las políticas públicas.
La caracterización del kirchnerismo como un populismo clásico es un tema trillado. Lo que resulta curioso es que, como contracara del populismo gobernante, aparezcan simultáneamente otros populismos: el populismo de los indignados, el populismo de los enojados, o el populismo gorila. ¿Cómo es que pasa esto?
El discurso populista encuentra eficacia cuando interpela de manera directa, inmediata, y empalma con sentimientos muy profundos y vivaces de sectores muy amplios de la ciudadanía. Por eso hay un populismo nacionalista de derecha, por ejemplo, en las posiciones de VOX en España, de Le Pen Francia, de Bolsonaro en Brasil o de Trump en Estados Unidos, que son tan populistas como el kirchnerismo en Argentina o el chavismo tardío en Venezuela. El populismo no tiene ideología, ni lo inventaron Lula, Chávez, Perón o los Kirchner. El populismo es una forma de interpelación política, no es populista por su contenido ideológico.
Ahora bien, el modo de plantear y construir la alternativa al populismo es, en principio, procurar su contrario. Si el populismo es impetuoso pero irracional, entusiasta pero frustrante, si es una promesa falsa que lleva a resultados desastrosos, y si es autoritario y atropellado, lo contrario sería procurar y expresar una política racional, serena, prudente, democrática, la búsqueda de acuerdos amplios e inclusivos, y políticas consistentes y sostenibles.
Pero lo contrario del populismo puede no ser únicamente el no-populismo, sino también un contra-populismo. Es decir, una alternativa que se diferencie no en su forma, sino en su contenido. El equívoco no es inocente, porque también es un tipo de “oposición”.
En Argentina hay amplios sectores políticos e ideológicos (y académicos serios y líderes de opinión reputados) que identifican al peronismo con el populismo y la demagogia “socialista” o “de izquierda”, e infieren directa e indisimuladamente que para terminar con el populismo hay que terminar con el peronismo. Es la tradicional idea de que frente el peronismo es una máquina de poder no ideológica, frente a la cual está “la oposición” atomizada, a la cual presuntamente “la gente” reclama que “se una contra el peronismo”. Sobre esta idea se apoya el y se legitima el contra-populismo.
El populismo kirchnerista no es el único populismo. Hay un populismo para cada paladar.
Hay un populismo gorila, dirigido al amplio universo de votantes de centro, de clase media urbana conservadora culposa, educada y aspiracional, a veces de filiación radical, a la cual el peronismo le parece pura demagogia. El populismo de señoras indignadas, que quiere castigo ejemplar para los ladrones. Este populismo también se dirige a las clases medias y altas del interior, tradicionalistas y conservadoras. Es el populismo del “sí, se puede” en Barrancas de Belgrano, que ahora se propone ser auténtica y francamente antiperonista, antiprogresista, antikirchnerista, o dicho con corrección política, “ser el cambio o no ser nada”.
También hay un populismo de la anti-política, dirigido a los enojados, a los lastimados, a los que se sienten usados, traicionados o acorralados por el sistema. Es el populismo de los jóvenes que buscan rebelarse contra un sistema que los oprime, los expolia, y los condena a la frustración, de quienes reivindican su vocación de liberarse del lastre en que se ha convertido “la casta política” (o en general las instituciones). Es el populismo de la libertad contra la opresión del poder estatal (nótese la reminiscencia socialista de este discurso). Este populismo también se dirige a los agentes económicos argentinos, a “la economía real”, sumergida en una maraña regulatoria alucinante, que los lleva a pensar si acaso no sería bueno que un loco prenda fuego al sistema, porque nada podría ser peor. Este populismo se anota un éxito rotundo: es el único dispositivo que pudo capitalizar políticamente el sentimiento de “que se vayan todos” en tres décadas.
O sea que puede haber anti-populismos populistas, y el panorama electoral argentino lo demuestra. Estos anti-populismos son populistas porque —más allá del contenido ideológico de los discursos—, la forma de relacionamiento con sus destinatarios (inmediata, emocional), los sentimientos a los que apela (resentimiento, enojo, frustración), la exaltación de la división entre ellos y nosotros (y el desprecio por el otro), y las formas antirepublicanas con las que coquetean o amenazan (combatir, destruir, eliminar, aplastar, incendiar, motosierras, etc.), no dejan lugar para ilusiones. Cuando se promete todo esto ¿cómo se vuelve atrás?
El lector informado puede pensar, cínicamente, que cualquier candidato a presidente de la Nación que se acerque al sillón de Rivadavia se aleja de las posturas radicalizadas de sus discursos más tribuneros (el célebre teorema de Baglini). Con la misma mecánica esperanzada con la que se apostaba, en la figura de Alberto Fernández, a una voluntad razonable y conciliadora que pudiera reformar desde dentro al kirchnerismo. La misma que recelaba del “progresismo” de la campaña electoral de Cambiemos en 2015, inclusiva y lavada, alejada del antiperonismo del Pro fundacional. La misma que desconfía del pragmatismo de Rodríguez Larreta a la hora construir acuerdos preelectorales que sustenten más tarde acuerdos políticos más amplios.
Así como hay un cinismo progresista en el kirchnerismo, que para consolidar su caudal político se desentiende de las condiciones para que la economía crezca y brinde oportunidades y trabajo ante todo a sus bases, también hay un cinismo en el populismo gorila, que en su énfasis sectario desconoce que sólo puede haber políticas eficaces, estables y exitosas sobre la base de incluir a todos los sectores y a todos los intereses representados, particularmente el peronismo, por su volumen político.
No nos está dado en materia política elegir la calidad de los representantes de cada uno de los actores en juego, cada uno es lo que es. ¿Cómo es que nos creemos en posición de juzgar los privilegios, prerrogativas, representatividad o legitimidad de los demás? Tampoco es posible que del discurso populista surjan (luego) prácticas republicanas; el populismo es un camino de ida, porque la propia dinámica de la consolidación sectaria lo retroalimenta.
La alternativa genuina al populismo es la política pragmática que asume las cosas como son, respeta a todos y cada uno de los actores políticos, acepta las representaciones reales y reconoce como válidos sus intereses. Que procura acuerdos sobre la base del respeto de reglas de juego comunes, siempre apegada a los principios republicanos liberales clásicos. Esto es, tan lejos de los extremos del gorilismo, como de la utopía sinarquista o las tecnocracias iluminadas. Es cierto que las reglas republicanas también son una utopía, sin embargo, como reza la broma atribuida a Churchill, son el peor de los sistemas a excepción de todos los demás. La mediación de las instituciones republicanas (una cuestión de formas, al fin y al cabo), es la genuina alternativa al populismo.
La voluntad de cambio profundo, sustancial, que en todos los estudios de opinión se identifica como el más fuerte de los sentimientos que definirán la elección de este año, bien puede derivar hacia cualquiera de las formas de contra-populismo. Nada impide que cambiemos un populismo por otro, que se presente con un contenido distinto, pero que se repita en sus formas, sea más de lo mismo y conduzca al fracaso.
Superar el populismo significa, sobre la base del republicanismo, construir acuerdos políticos amplios, inclusivos, que respeten el status político de todos los actores, validen sus intereses, los sienten a la mesa y discutan seriamente el camino para resolver los problemas profundos del país.
La política de estabilización y desarrollo que el país necesita, por la magnitud del esfuerzo y compromiso social que exige, no puede cimentarse sino sobre la base de acuerdos políticos amplios y sólidos, que involucren a todos, a los que nos gustan y a los que no.