Existen infinitas formas de hacer política y nuestra historia ha dado probadas muestra de ello. Muchos de nuestros grandes hombres y mujeres abrazaron lo que se conoce como la política arquitectónica: supieron organizar las energías nacionales pensando en el interés común y dieron lugar a décadas de gran desarrollo de nuestro país. Un indicador de esto es que, por mucho tiempo, solo EEUU superó a Argentina como destino de las personas que emigraban en busca de un horizonte mejor.
El anverso de esta forma de hacer política es lo que los griegos llamaban la política agonal, la que se centra en la lucha por el poder. Desde ya, y por definición, la política entraña la lucha por el poder. Cuando se agota en dicha disputa y no ofrece ningún intento de construcción posible, sin embargo, es una política que solo sirve los intereses de los que la practican. El corolario de esto es siempre el atraso y el retroceso de la vida nacional en todos sus aspectos. Argentina lo vivió de manera aguda en las luchas intestinas del siglo XIX y en las divisiones internas del siglo XX, que Guillermo O’Donnell titulo con maestría el juego imposible. Parece que ya en el siglo XXI el país llegó nuevamente a dicha encerrona.
¿Qué lleva a la dirigencia a esta forma pauperizada de hacer política, que apuntala las diferencias y dinamita los consensos? Lo fácil y poco costoso que es llevarla a cabo.
El caso contrario es de Arturo Frondizi, que hizo un pacto político con su antiguo rival, Juan Domingo Perón, con la expectativa de superar las divisiones profundas que atravesaba el país en ese entonces.
La culpa es de los otros
No está en mi ánimo brindar un manual para el político que se beneficia con la grieta, sino un análisis de esta forma de la política agonal pauperizada. Para empeazr, esta forma de hacer política se especializa en echar la culpa al otro. La culpa, de la misma manera inexorable en que la palabra de Dios se cumple en el Antiguo Testamento, es siempre del otro. Las construcciones ideológicas de cuño tremendista son abonadas constantemente de forma tal de conducir el odio producido por las carencias actuales hacia fantasmas del pasado de un poder tal que se hace sentir a lo largo de los siglos.
Un ejemplo reciente de esto lo dio el presidente de la Nación, Alberto Fernández, cuando inauguró viviendas que no había finalizado la gestión de Mauricio Macri y declaró que la razón de esa postergación fue «el odio».
Estas construcciones ideológicas tienen un claro beneficio: eximen de toda responsabilidad por las acciones presentes. No importan los años pasados en el poder por parte del propio partido ni los cargos ostentados en sus administraciones. Uno no tiene nada que ver y la explicación del pobre presente siempre está en manos de un pasado ruinoso en el que se emboscan sombras terribles.
Esto me lleva al siguiente punto. Argentina dejó de vivir el presente y de pensar el futuro. La razón de nuestro deplorable estado, se supone, está en un pasado lejano frente al que no hay escapatoria. Estamos inermes frente a los hechos del ayer y solo nos resta someternos a ellos. La grieta es el «¿y qué le vamos a hacer?» llevado a política de Estado. Frente ello solo nos queda sumirnos en un pesimismo y resentimiento dentro del cual pensar un país mejor y comenzar a construir el camino hacia ello es equivalente a creer en los Reyes Magos. El único alivio momentáneo es enrostrar alguna chicana a nuestros vecinos de grieta y reírnos en la misma medida del odio que generamos.
Esta forma de hacer política es muy barata, cost effective. No importa de donde venga, ni como me haya desempeñado, si memorizo los enemigos que desde hace décadas explican lo mal que nos va y frente a cualquier inconveniente lo disparo con puntería hacia mis rivales, no solo logro deslindarme de cualquier responsabilidad sino que también logro el apoyo de mi trinchera. Ser un político que construya un país mejor, ya sea potenciando sus energías productivas, sus fuerzas intelectuales, buscando calibrar su políticas exterior o haciendo un uso más racional de los recursos, ¿para qué? Con solo atacar a mi rival, dentro de argumentos precocidos, ya me alcanza para lograr notoriedad y el apoyo de los propios.
Este manual —más bien Resumen Lerú, para los más viejos, o Rincón del Vago para mi generación— es de aplicación igual para ambos lados de la grieta. Lo mejor que podríamos hacer como argentinos es destruirlo y olvidarlo.