El derecho a la propiedad privada pasó en la última semana al centro de la discusión pública en Argentina. ¿Son legales o ilegales las tomas de tierras? La discusión no gira tanto sobre el derecho a la propiedad privada en sí, como acerca de sus límites. O, mejor dicho, sobre la sacralización de la propiedad privada, como lo define el economista francés Thomas Piketty. La cobertura mediática del tema solo sirve para tapar la falencia de los últimos Gobiernos para garantizar el acceso a la vivienda digna. Un derecho que, vale decirlo, está consagrado en la Constitución Nacional al igual que el derecho a la propiedad privada. Ninguno de los dos debería estar en discusión.
El problema del acceso a la vivienda digna no es nuevo. Es la consecuencia de un proceso de urbanización acelerado que comenzó en la década del 50, pero que se ha acentuado en los últimos años. Que un sector de la población no pueda acceder a la tierra a través de medios formales trae como resultado la autoproducción social del hábitat. Es decir, que grupos organizados o no tomen tierras y ocupen terrenos. En la mayoría de los casos son terrenos en las periferias de las ciudades, ambientalmente degradados o en el camino de sirga de algún río.
Es difícil defender que eso sea una vivienda digna. De hecho, contradice el Consenso Nacional para un Hábitat Digno, que define el acceso a una vivienda digna como el acceso a la tierra y la vivienda junto con el agua, el saneamiento, los equipamientos sociales, los servicios y los espacios de trabajo y de producción en un marco de respeto de sus componentes culturales y simbólicos y de la calidad ambiental, en función de las particularidades propias tanto del medio urbano como del rural.
El rol del Estado
El déficit habitacional en Argentina es de 3,5 millones de viviendas, según estimaciones de la Subsecretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda de la Nación citadas en informe publicado por CIPPEC en 2018. Es un resultado sorprendente cuando se contrasta con el aumento de la presión impositiva en los últimos 15 años, que se transformó en un gran incremento en el gasto de servicios sociales, un concepto que representa el 60% del presupuesto nacional desde 2004.
El gasto social tiene una función distributiva, que cumple a través de dos mecanismos: los subsidios o transferencias monetarias y la formación de capital, tanto físico como humano. Este último es el que tiene mayor impacto en el largo plazo, pero Argentina después de la crisis de la convertibilidad apostó con fuerza por el primer camino, de corto plazo. La política de transferencias tuvo un buen impacto en la distribución de la riqueza, pero no resolvió el enorme problema del déficit habitacional. De hecho, en los últimos 15 años, el gasto en vivienda y urbanismo perdió peso y representó en 2019 solo el 1% del gasto en servicios sociales.
Es sabido que Argentina se debe una reforma tributaria para construir un sistema impositivo más progresivo, que amplíe la base imponible y alivie a las PyMEs que soportan la mayor parte de la carga fiscal. Pero también debe repensar cómo reestructurar el gasto para aumentar la inversión y destinar más recursos a la política de vivienda, lo que necesariamente será en detrimento de los gastos ineficientes o no esenciales y de los incentivos al consumo.
El Estado tiene las herramientas para llevar adelante una política transformadora que aborde el problema de raíz. El Ministerio de Desarrollo Territorial y Hábitat y los institutos de viviendas de las provincias deben canalizar las demandas habitacionales de los sectores menos pudientes. Pero esto tiene que estar acompañado de la decisión política de asignar los fondos necesarios.