El decreto 549/20 del Poder Ejecutivo Nacional, referido a la nomenclatura común del Mercosur sobre las posiciones del cuero, disparó hace poco una vieja discusión entre unos amigos. Es que el tema cueros es, para la inexistente política industrial Argentina, tan viejo como el tiempo. Es el mito de Sísifo aplicado a la industria nacional.
La industria del cuero sube la cuesta de su mejora competitiva cada vez más envejecida y agobiada por arrastrar el enorme peso de su pecado por no haber resuelto sus problemas estructurales por décadas. Resultado de las «teorías de industrialización forzosa» que fueron típicas de los años 50 y que hoy, a la luz de la tecnología y de la evolución de los mercados internacionales, ya no funcionan. Algunas ideas de Guido Di Tella ya fueron revisadas, pero la cadena de valor que se originó a su amparo se resiste a cualquier transformación y pierde así la posibilidad del agregado de valor local.
El cuero no es visto como un producto a salvaguardar. Es un mero «recupero».
El que haya trabajado en Argentina con un wet blue importado habrá comprobado el cuidado con que se lo empaca, presenta y cuida. Es así porque se transa internacionalmente y cada marca disminuye su valor. El cuero bovino argentino, en cambio, es la memoria escrita de los rastros de lastimaduras producidas por espinillos, cuando no las ridículas, folclóricas y crueles marcas a fuego en sus zonas más preciadas o cicatrices producidas por la mosca de los cuernos, las garrapatas, los alambres de púa o los clavos. Es un producto que no se cuida.
¿Qué valor tiene para el productor disponer de un rodeo cuidado, en lotes bien alambrados, sin espinillos, con las debidas precauciones para evitar la mosca de los cuernos y elegir para su traslado acoplados adecuados? La respuesta es simple, ninguno. Para el productor no significa ninguna mejora en el precio que recibe por sus cuidados en la cría y el engorde responsable.
Sin incentivos para mejorar
A pesar de que el cuero argentino, al proceder de las mejores razas británicas, tiene las características más buscadas y apreciadas en los cueros elaborados de mejor cotización, el productor no percibe por el ningún valor en la tranquera, ningún premio por sus cuidados, ningún incentivo para introducir mejoras en el manejo. Nada es mejor: lo mismo un burro que un gran profesor, diría Discépolo
Esta aquí el olrigen de un error que se agiganta. Como sucede con algunos impuestos, ejerce un efecto cascada que se prolonga a lo largo de toda la cadena del cuero porque comienzan a superponerse una cadena de intereses contrapuestos. Los del que gana con el saladero, del que «clasifica», del que decide los valores de los conjuntos de clasificaciones y su manejo discrecional, del que manipula los rindes de kilos a metros.
En la curtiembre, existe una verdadera tecnología del «disimulo» de las marcas o defectos, convertida en toda una especialidad. Hasta que ya en la fábrica de calzado o en la de indumentaria se detectan esas fallas. El corte de las piezas, al ser ahora digitalizado y robotizado, requiere de superficies sanas, para no aumentar el descarte. Y esos robots están provistos de una «mirada implacable», a prueba de disimulos.
¿Puede ser el cuero argentino, producto de un mero descarte? La solución va en el mismo sentido que se aplicó en la compra de la leche. Hoy ya no se paga al tambo la grasa. Se paga por el valor de la proteína entregada. Será un pequeño salto para la producción, pero uno gigantesco para la cadena de valor del cuero. Porque para los mercados de exportación no vale ya el cambalache.