Hace veinte años advertía sobre los límites y falencias de la entonces nueva ley de medicamentos genéricos. En plena crisis, se procuraba bajar el precio de «los remedios», como se dice popularmente, pero a costa de empobrecer la prescripción médica.
El problema, brevemente, era —y sigue siendo— que nuestro sistema sanitario no ha instrumentado los medios para observar rigurosamente las condiciones que deben cumplir los medicamentos genéricos: biodisponibilidad y bioequivalencia.
Tampoco se ha reforzado la concepción del medicamento como bien social y de consumo preferente, lo cual deja abierta la posibilidad a la aparición de imitaciones de menor calidad y distinta acción clínica. Por otro lado, los precios de los medicamentos están actualmente un 35% por encima de la media latinoamericana.
La pobreza constituye el indicador más claro de la decadencia argentina. Los números que hace veinte años nos alarmaban son los mismos a los que hoy ya casi nos hemos acostumbrado. Pero la pobreza sintetiza —y simplifica— una multiplicidad de factores sinérgicos y confluyentes. Ya no sólo tenemos una pobreza estructural, sino una malnutrición estructural.
En este sentido, la capacidad de defensa inmunológica frente al COVID, lo mismo que frente a otras enfermedades infecciosas, depende en gran medida de la calidad nutricional de la persona. Al margen de la discusión sobre las vacunas específicamente, éstas por definición actúan sobre el sistema inmunológico, y poco pueden hacer si éste se encuentra severamente reducido.
A más de dos años del comienzo de la pandemia, ¿qué se ha hecho para segmentar la atención de la salud de las personas -así como se propone el pago segmentado de tarifas de servicios públicos- atendiendo a las realidades específicas de las crecientes villas, por ejemplo?
Por el contrario, existe una fragmentación que reproduce la desigualdad social en desigual atención sanitaria. Así, el acceso a medicina prepaga, obras sociales y sola atención pública, reflejan a su manera tres segmentos socioeconómicos. Uno de cada tres argentinos cuenta solo con este último.
Pero el empobrecimiento argentino es también institucional, moral y social general. ¿Cómo encarar entonces el futuro sin caer en el más derrotista de los diagnósticos?
Vale reparar en la advertencia de Daniel Innerarity sobre los peligros de la llamada “inteligencia anticipatoria” propia de la inteligencia artificial que pretende predecir el futuro a partir de regularidades del pasado. Si bien muestra resultados correctos en términos estadísticos, quedan los casos incorrectos que ven subsumida su individualidad a la generalidad, cayendo así en prejuicio y fatalidad.
La experiencia recogida en datos está plagada de desigualdades e injusticias que mediante estas previsiones supuestamente normativas resultan reforzadas y reproducidas, en lugar de combatidas y modificadas.
Debemos romper con la inercia negativa del pasado y atrevernos a avanzar hacia lo desconocido innovando, si no queremos repetir sin cesar los errores del pasado. Decían Adorno y Horkheimer que la estupidez es una cicatriz producto de avanzar en la dirección equivocada, y que estas cicatrices dan lugar a deformaciones.
A la ceguera e impotencia, cuando se limitan a estancarse; a la maldad, obstinación y fanatismo, cuando desarrollan procesos de autodestrucción hacia el interior. Ambas señalan las estaciones en las que la esperanza se detuvo. Sincerémonos: no seamos estúpidos.