La retirada de tropas estadounidenses de Afganistán comenzó el 1 de mayo y en apenas tres meses los talibanes se hicieron con el control del país. La toma de Kabul el lunes pasado y la huida del presidente, Ashraf Ghani, completaron un avance demoledor en el que cayeron las principales ciudades afganas, una a una, como un dominó, en manos del grupo fundamentalista. El presidente de EEUU, Joe Biden, admitió que el triunfo talibán fue «más rápido de lo que esperaba». Cinco semanas antes, Biden había asegurado que era «muy poco probable» que los talibanes se apoderaran del país. Tras 20 años de intervención en la zona, Occidente se retira con un fracaso rotundo y deja abierto el camino para que China despliegue su influencia en la región. En julio pasado comenzó un acercamiento diplomático entre los talibanes y Pekín.
La imagen del helicóptero en el techo de la embajada estadounidense durante la evacuación recuerda al escape de los diplomáticos de Saigón en 1975. La escena parece casi calcada. Nuevamente EEUU fracasa en su intento de llevar el modelo de democracia occidental a otra nación y construir un Estado moderno. Esta vez la responsabilidad es compartida con otros países, como Reino Unido. Biden aseguró que «construir una nación» nunca había sido el objetivo de Washington en Afganistán y defendió la retirada con el argumento de que las tropas estadounidenses no deben «morir en una guerra que las fuerzas afganas no quieren pelear por sí mismas».
La administración de Donald Trump anunció en 2020 el retiro paulatino de las tropas estadounidense de Afganistán a partir de mayo de este año y comenzó un diálogo con los representantes talibanes en Doha, Qatar. Biden ratificó el rumbo trazado por su predecesor y confirmó que su objetivo era retirar todas las fuerzas antes del 11 de septiembre, cuando se cumplieran 20 años del atentado terrorista contra las Torres Gemelas. Los planes se vieron alterados por la campaña de los talibanes que tomaron a una velocidad frenética las principales ciudades del país: Kandahar, Herat, Mashar al Sharin y Jalalabad cayeron en pocos días casi sin encontrar resistencia. Varios soldados del ejército afgano se pasaron a las filas talibanas ante la deserción de sus oficiales al mando. Los talibanes se hicieron también con el armamento que los soldados dejaban abandonados. Buena parte del arsenal enviado por EEUU ahora está en poder de los fundamentalistas.
Dentro de un par de semanas se cumplirá el vigésimo aniversario del atentado a las Torres Gemelas que dio inicio a la invasión de las tropas de EEUU a Afganistán. Fue en respuesta a la negativa del régimen talibán liderado por su fundador, el irascible mulá Omar, de entregar al responsable del ataque, el multimillonario saudí Osama Bin Laden, entonces líder de la banda terrorista Al Qaeda.
El fracaso del proyecto modernizador
Al mes de los atentados de 2001, el presidente George W. Bush logró el apoyo del británico Tony Blair para formar una coalición. EEUU y Reino Unido iniciaron una ofensiva aérea y terrestre que enfrentó una resistencia débil. En poco tiempo derrocaron a los talibanes, pero el grupo mantuvo su presencia en territorio afgano.
La intención del presidente Bush era reconstruir una nación devastada y asediada con base en el modelo de democracia occidental. Afganistán, sin embargo, estuvo comandada por líderes débiles que enfrentaron conflictos internos constantes y más centrados en sus propios intereses que en la reconstrucción del país.
En Argentina y la segunda muerte de Aristóteles, Carlos Zaffore analiza los fundamentos del terrorismo islámico. El libro, publicado en 2003, rechaza la tesis del «choque de civilizaciones» de Samuel Huntington, plantea que la base del conflicto reside en «las relaciones subdesarrollo-desarrollo» y destaca que «no hay en la esencia del islamismo algo que impida la modernidad».
Tras la invasión de EEUU hubo una apuesta por construir una Afganistán próspera, democrática y desarrollada. Sin embargo, la corrupción de los gobernantes devoró gran parte los millones de dólares aportados por EE UU y los intentos de la OTAN para modernizar las fuerzas armadas afganas se vieron frustrados. El fracaso del proyecto de las potencias occidentales pone en cuestionamiento la estrategia de imponer un modelo de desarrollo desde afuera.
¿Quiénes son los talibanes?
El término «talibán» significa «estudiantes» en lengua pastún. Son un grupo de combatientes (muyahidines) que lucharon contra la invasión de tropas soviéticas durante 14 años, entre 1978 y 1992. Contaron con el apoyo de la CIA, que los entrenó, financió y les proveyó armamento para derribar a los temibles helicópteros soviéticos de combate, los Mil Mi-24, que hicieron estragos en la población civil. Fue un conflicto sangriento. Tras la retirada de Moscú, EEUU decidió no apoyar la reconstrucción del país y los talibanes tomaron el poder.
El grupo surgió en el norte de Pakistán a principios de los 90. Está conformado mayoritariamente por combatientes de etnia pastún, que es la más numerosa del país y se considera descendiente de las tropas de Alejandro Magno. Sus militantes fueron educados y entrenados en madrazas (escuelas islámicas) financiadas por la monarquía saudí, en las que se predica una versión dura del islam suní que prescribe la aplicación en forma severa de la sharía, la ley islámica.
La llegada de los talibanes en los noventas había sido bien vista inicialmente por la población afgana, cansada tras años de guerra y luchas internas. Con rigor erradicaron la corrupción, también construyeron rutas e impulsaron el comercio. Pero también implementaron castigos severos acordes a su interpretación de la sharía. Hubo ejecuciones públicas a asesinos, mujeres acusadas de adulterio que fueron apedreadas y amputaciones de manos para los ladrones. Los hombres fueron obligados a usar las barbas largas, los homosexuales arrojados al vacío y las mujeres obligadas a usar el burka, privadas del acceso a la educación e impedidas de trabajar. Las mujeres fueron limitadas a permanecer en el hogar para cocinar y tener hijos. Los talibanes también prohibieron el cine, el teatro, la televisión, la radio y algunos deportes como el fútbol. Consumir alcohol y fumar se pagaba con la cárcel.
El temor a un retroceso a esas prácticas de represión social es motivo de preocupación para buena parte de la comunidad internacional. En especial por la amenaza que significa para los derechos de las mujeres.
La oportunidad de China
Tras la toma de Kabul de este lunes se iniciaron conversaciones en Doha, Qatar, entre los restos del gobierno afgano, los talibanes y el enviado de EEUU para Afganistán, Zalmay Khalilzad, musulmán y de origen afgano. La intención de Washington es impedir el reconocimiento de un régimen que se instaure por la fuerza. Lo talibanes prometieron que «no habrá revanchismo» y aseguraron que están dispuestos al diálogo.
Pekín está varios pasos por delante de Occidente. El ministro de Relaciones Exteriores chino, Wang Yi, se reunió en julio con el mulá Abdul Ghani Baradar, uno de los principales líderes político talibanes. Fue en la ciudad de Tianjin, en el norte de China. Con pragmatismo, Pekín busca ganar influencia estratégica en la región y su intención es integrar a Afganistán al Corredor Económico China Pakistán (CPEC), que integra la nueva Ruta de la Seda. El vacío de poder que deja la derrota de EEUU en esta guerra es una oportunidad para concretarlo.
La colaboración con los talibanes es una forma de mantenerlos a raya. La consolidación del régimen en Afganistán podría servir como refugio para grupos islámicos terroristas que apoyan a los musulmanes de la región de Xīnjiāng, una zona del noroeste de China que Pekín considera problemática debido a la presencia de estos grupos.
El patrocinio chino también puede servir para incorporar a Afganistán a la Organización de Cooperación de Shanghái, integrada por Rusia, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Uzbekistán, India y Pakistán. Resta saber qué posición tomará Rusia, que tiene fresca todavía la memoria de la guerra en Afganistán.
La influencia de Pekín se hace sentir en la zona. Ya invirtió 60.000 millones de dólares en infraestructura en Pakistán, un aliado histórico de los talibanes, ya que posibilitó parte de la supervivencia del grupo extremista a través del apoyo del servicio de inteligencia (el ISI). Por otro lado, China viene tejiendo en los últimos años lazos con Irán, con quien comparte una frontera de 700 kilómetros. Esto es especialmente importante para el vínculo con Afganistán. Los talibanes son suníes y están enfrentados con el pueblo hazara, que es chií al igual que la mayoría del pueblo de la República Islámica. Los hazaras son la tercera etnia más numerosa de Afganistán. Si los talibanes los persiguieran desde el gobierno, los impulsarían a emigrar hacia Irán, lo que aumentaría la tensión entre Kabul y Teherán.
El futuro del país
Los talibanes buscan apoyo y reconocimiento internacional. Eso explica que hayan mostrado por ahora una actitud moderada y aperturista. En la conferencia de prensa del martes aseguraron que dictarán una amnistía general e invitaron a las mujeres a apoyar al nuevo gobierno. En un gesto simbólico, que pretende mostrar que los talibanes cambiaron y ya no son los mismos, anunciaron que las mujeres podrán continuar sus estudios universitarios, trabajar y solo estarán obligadas a usar el hiyab, pero no el burka.
El próximo gobierno se está diagramando. Es posible que se instaure un emirato acompañado de varios mulás. La posible cabeza del nuevo Estado puede recaer en el líder supremo Mawlawi Hibatullah Akhundzada o en el número dos, Abdul Ghani Baradar, quien lleva adelante las negociaciones en Qatar. El otro posible aspirante es el líder principal, Amir Khan Muttaqi, que desde Kabul está negociando con los líderes políticos del gobierno saliente.
En los meses venideros se verá la verdadera cara de los talibanes: si mantienen esta versión moderada, no solo en Kabul sino en también en las ciudades del interior del país, o vuelven a las antiguas prácticas y dan refugio a grupos terrorista. Ante la última opción, tanto EE UU como Francia y Reino Unido ya advirtieron que actuarán inmediatamente.