*) Por Eduado Levy Yeyati.
Cuando después de la Segunda Guerra Mundial las Naciones Unidas crearon la Comisión Económica para América Latina (Cepal) para promover el desarrollo regional, los economistas cepalinos fueran más allá del saber convencional según el cual los países en desarrollo transitan naturalmente de la agrominería a la industria. Argumentaron que, con la caída continua de los precios de los bienes primarios, la paciente espera del desarrollo sólo ampliaría la brecha entre países ricos y pobres, y que era necesario apurar el proceso con estrategias activas de industrialización de materias primas, subsidios a las industrias básicas y sustitución de importaciones para evitar que la falta de dólares abortara el desarrollo. (El «vivir con lo nuestro» de la trasnoche kirchnerista fue una versión tardía y extrema de esta proposición.) A fines de los años 60, este desarrollismo de posguerra sucumbió a una triste verdad: es más fácil producir para un mercado doméstico protegido que para uno internacional competitivo.
Hoy que el término «desarrollismo» obtiene, como el keynesianismo, patrocinios inesperados, cabe preguntarse cómo se traslada aquel debate al siglo XXI. La respuesta, que excede las aspiraciones de este artículo y el precioso tiempo de sus lectores, se insinúa en la distinción entre acciones «transversales» (para todos) y «verticales» (para algunos) que aparece recurrentemente en el debate político.
¿Qué políticas son transversales? Las relacionadas con los insumos básicos de toda actividad económica: el financiamiento a costos razonables, la infraestructura y la logística para comercializar la producción, la educación que forme las habilidades necesarias para el trabajo, la competencia que evite que unos pocos manipulen el mercado a su favor, la integración comercial con los mercados internacionales. Para un -por llamarlo de algún modo- liberal, basta con tener buenas políticas transversales; para un desarrollista, estas políticas son necesarias pero no suficientes: aun si están dadas las condiciones mínimas, el desarrollo no florece espontáneamente y precisa estímulos específicos.
Tomemos, por ejemplo, el financiamiento. Un liberal apuntaría a bajar el costo financiero y asegurar una oferta fluida de fondos: préstamos bancarios a tasas razonables y un mercado de capitales que complemente el financiamiento bancario con emisión de títulos y acciones. Un desarrollista diría que esos préstamos y esas emisiones van siempre a las mismas empresas maduras que ya cuentan con activos de garantía y con una escala suficiente para diluir los costos administrativos del acceso al crédito. Y que un programa de inclusión financiera productiva no es sólo darle dinero al mercado en su conjunto para que éste lo administre; es la creación de nuevos sujetos de crédito mediante un trabajo clínico de educación e innovación financiera, transferencia de información crediticia, coaching contable y administrativo y adecuación tributaria a empresas de menor tamaño hoy condenadas a la informalidad y las cuevas.
El liberal mira nuestra historia de protecciones fallidas y capitalismo rentista y prefiere, no sin razón, abrir el mercado para que, como un bebé lanzado a la pileta, las empresas aprendan a nadar en la competencia global para sobrevivir (o que, de lo contrario, no sobrevivan). El desarrollista, en cambio, entiende que la competencia es un cuchillo de dos filos y que la competitividad se genera con tiempo y esfuerzo, y se pregunta cómo abrir selectivamente para dar espacio a la modernización productiva sin hacerles el juego a los grupos de interés, o cómo reemplazar la sustitución de importaciones con tratados comerciales que reduzcan el costo de los insumos sin matar a los usuarios de estos insumos.
En suma, el Estado liberal facilita (resuelve la «macro», como suelen decir los consultores macro) y deja que el mercado (es decir, la agregación turbulenta de actores privados) elija el camino. El Estado desarrollista, en cambio, facilita pero después estimula, y como no puede estimularlo todo (la economía es, al fin y al cabo, la administración de la escasez), tiene que ser selectivo y económico en sus esfuerzos. Tiene que aprender del mercado a corregir las fallas de mercado. Y, para evitar la captura privada, tiene que ser transparente.
El desarrollista sabe que puede fallar, que el futuro es un blanco móvil que no avanza en línea recta y que es casi imposible elegir ganadores (si fuera posible, todos lo harían, y la sobreoferta los haría perdedores). Pero también sabe que, si sólo se hacen arreglos transversales, la espera paciente sólo amplía la brecha entre países ricos y pobres. Es en este balance entre hacer y dejar hacer donde habita el desarrollismo del nuevo milenio.
Fuente: lanacion.com.ar