Una de los puntos de desencuentro de “la grieta”, según de qué lado del mostrador se encuentren los políticos argentinos, es aceptar el funcionamiento libre de los mercados y reprobar cualquier clase de intervención estatal en la economía o, por el contrario, defender la hiperactividad estatal y juzgar sospechosa la libre actividad de las empresas o los precios fijados por el mercado. «Estado o Mercado», se trata de una falsa antinomia que el desarrollismo resuelve dándoles su justa relevancia y articulándolos para promover la productividad e inversiones que garanticen la integración y el desarrollo nacional.

Mientras que los liberales ortodoxos deploran toda acción estatal, y consideran que allí donde el Estado interviene para mover una pieza de la economía, meterá la pata y provocará una distorsión, del otro lado del mostrador, los populistas le tienen miedo al mercado libre, y creen fervientemente que las irregularidades de los mercados deben corregirse con intervención estatal, que debe actuar para fijar precios máximos, restringir o prohibir exportaciones, autorizar o no las importaciones y nacionalizar empresas, desde aerolíneas hasta una cerealera.

En cambio el desarrollismo, desde la década del 60 tiene una postura heterodoxa, digamos intermedia, ni tanto ni tan poco, que hoy parece olvidada. La misma observación de lo que ocurría en el mundo después de la Segunda Guerra Mundial, ya permitía advertir que los países que más rápidamente avanzaban en la senda del progreso y el desarrollo (como EEUU, Alemania, Japón, Canadá, Australia o Nueva Zelanda) combinaban hábilmente cuotas de libre mercado con acertadas intervenciones del Estado, que así como se cuidaba de no alterar el funcionamiento de la libre empresa, la ampliación del comercio internacional o la libertad de precios, también se ocupaba de evitar acciones monopólicas o de promover el desarrollo de sectores de la economía que se advertían estratégicos para los intereses de la Nación.

Siguiendo ese rumbo, el desarrollismo a la par que promueve el funcionamiento de la libre empresa y la libertad de precios, va a pedir el mínimo Estado necesario para garantizar el cumplimiento de los objetivos estratégicos del desarrollo y de ninguna manera va a negociar que haya tan poco Estado como para comprometer esos objetivos estratégicos. Después, dentro de esos dos límites, está preparado para discutir todo.

El presidente Frondizi, junto a Frigerio, lo pusieron en práctica cuando simultáneamente privatizaron empresas para buscar confianza externa, al mismo tiempo que nacionalizaron los hidrocarburos; o racionalizaban los ferrocarriles y construyeron frenéticamente caminos (10.000 kmts. de carreteras pavimentadas), puentes, túneles y aeropuertos. El problema no era si la inversión era pública o privada, sino que fluyera al país y se dirigiera a donde se tenía que dirigir.

La pelea de fondo con el liberalismo es que dicen que cada vez que el Estado define el destino de la inversión va a actuar mal, va a alentar alguna distorsión que atenta contra la eficacia general del sistema. Pero, había liberales que colaboraron con Frondizi que eran muy inteligentes y pragmáticos que reconocían que en ciertas circunstancias el mercado sólo no alcanza y en esos casos aceptaron de buen grado la intervención del Estado, tal como lo reconocen nuevas variables de la teoría neoclásica de economía que acepta que el Estado cumple un rol central.

Por el contrario, el “estatismo” es la deformación de la necesidad del rol del Estado para regular y ordenar lo que el Mercado no hace, sobre todo para forjar sociedades equitativas.

Cuando Frigerio escribió en el año 1959 “Las condiciones de la Victoria”, el liberalismo no estaba de moda (resucita en su versión neo después de los 70 a continuación de la crisis del petróleo); en ese momento predominaba la heterodoxia keynesiana y la Argentina estatista era similar a tantos otros Estados desarrollados. Sin embargo Frigerio ya entonces criticaba al estatismo del peronismo, continuado por la Revolución Libertadora, al que calificaba de “elefantiásico”. Sesenta años después el Estado engrosó y se deformó tanto que ya no cabe compararlo con un elefante, sino más bien con un dinosaurio.

El papel del Estado en la economía

Desde hace más de 15 años se convirtió en el principal (y casi único) empleador, pero para sostenerse necesitó crear nuevos y mayores impuestos que ahogan la actividad privada y como no le alcanza para paliar su déficit se ve en la obligación de emitir dinero sin descanso (o tomar deuda externa), acelerando el proceso inflacionario desatado por la baja productividad de nuestra economía. Por eso es un error tomar al estatismo como parámetro de lo que es el rol del Estado. Es difícil no pedir “menos Estado” frente a las decisiones que toman diariamente quienes hoy nos gobiernan.

En lugar de tener un Estado pequeño, pero ágil que impulse el desenvolvimiento económico, los políticos argentinos consiguieron construir un gigante torpe y mañero cuya acción determina en gran medida el descalce entre gasto y producción.

Willy Brandt, canciller socialdemócrata de Alemania Occidental entre 1969 y 1974, decía una frase que conviene recordar con la mayor atención: “Tanto mercado como sea posible. Tanto Estado como sea necesario”.

Ni más ni menos que por eso es que el desarrollismo tiene una mirada compleja: dosis de mercado y dosis de Estado, articulándolos, con el objetivo de conseguir aumentar la productividad general de la economía, para que aumente a una tasa superior a la de los países desarrollados, y conseguir cerrar la brecha cada vez mayor que nos separa.

Debemos promover el ahorro y estimular la inversión productiva en el sector privado. Ese es la única senda para que, al aumentar la capitalización de la economía y crecer la producción, se incremente la demanda de mano de obra y se genere trabajo genuino en la Argentina.

Reducir el Estado, priorizar las actividades productivas básicas, estimular el crecimiento del sector privado, bajar la tasa de inflación y capitalizar la economía, son los requisitos mínimos y necesarios sobre los que los políticos deben acordar un plan de salvataje que nos libere de las cadenas de falsas opciones que nos vienen ahogando desde hace demasiados años, y permita poner toda la potencialidad que este país tiene adormecida al servicio de la gran causa del desarrollo nacional.