El Presidente Joe Biden en el sitio donde se construye la nueva fabrica chips de Intel en Ohio / MANUEL BALCE CENETA / AP
El Presidente Joe Biden en el sitio donde se construye la nueva fabrica chips de Intel en Ohio / MANUEL BALCE CENETA / APgroundbreaking for a new Intel computer chip facility in New Albany, Ohio, Friday, Sep. 9, 2022. (AP Photo/Manuel Balce Ceneta)

En lo que es claramente ya una política de estado prioritaria, el presidente Biden está consolidando una ambiciosa política industrial que busca remodelar la economía estadounidense desacoplándose de las cadenas globales controladas por China. Implica continuidades inconfesadas con el rumbo que puso en foco Donald Trump y que ya había promovido Obama. Se trataría de dejar atrás definitivamente, sin mucha revisión teórica, el paradigma de la globalización financiera y volver al desarrollo industrial y tecnológico.

Recordemos que a finales del siglo XX, la industria manufacturera se había convertido en algo que muchos países desarrollados, y EEUU en especial, consideraban posible de deslocalización sin riesgo para las economías maduras que se reservaban para sí el dominio de la innovación tecnológica y la centralidad de las corrientes financieras. Aquello que les había conferido la hegemonía mundial, permitiéndole dictar el ritmo de marcha, se volvía así en una característica del pasado, algo superado que había que dejárselo a los chinos y trasladar la producción allí con sus bajísimos costos laborales. Profundizaron desde entonces con la liberalización y la apertura económica —los aranceles a las importaciones alcanzaron el mínimo en la historia norteamericana— y apostaron por los grandes ganadores de la globalización: las finanzas, la tecnología y las comunicaciones. Así fue que en 2010 la industria manufacturera llegó a representar solo el 11,7% del PIB norteamericano, su nivel más bajo. The Economist, la biblia periódica del liberalismo, llegó incluso a objetar la necesaria ayuda estatal para el sector industrial después de la debacle de 2008. Con la crisis global, merced a burbujas e intereses especulativos, se registró una persistente caída del nivel de vida del ciudadano norteamericano, aumento de la desigualdad y el desempleo, y el auge de la China expansiva, que ocupaba los nichos menospreciados,  fueron algunas de sus consecuencias.

Podríamos decir que las causas de esta vuelta al desarrollo industrial en casa se dio por  diversas razones. Además de la cuestión geopolítica que es el ascenso y desafío de China a la hegemonía económica estadounidense, afloraron con la pandemia evidencias de la vulnerabilidad en la cadena de suministro tras décadas de deslocalización. En ese sentido es doblemente necesario desacoplar la producción de las cadenas de valor dominadas por China y desarrollarlas en el propio territorio, o como veremos más adelante, en países cercanos y amigos. Por otro lado, frente a la crisis, sus dirigencias “recordaron” el valor económico y social de la industria y el desarrollo tecnológico en su propia sociedad. Al fin de cuentas deslocalizar la industria e importar sus productos implica, como decía Frigerio, que una economía pague salarios a trabajadores de otra, relegando a los suyos propios con el consecuente impacto económico, social y … electoral. Estas tipo de decisiones se explican solo bajo la lógica pura de la eficiencia económica en la cual lo que puede beneficiar a las empresas en un momento dado, no necesariamente es siempre un avance para el conjunto nacional.

El primer paso lo dio el presidente Obama con la creación de Manufacturing USA en 2012,  enfocado sobre todo en los desafíos de la Cuarta Revolución Industrial. Trump  tomó el problema como su eje de campaña, logrando el apoyo de la gran cantidad de descontentos por los efectos de la desindustrialización,  aunque con el tinte de nacionalismo económico frente al avance tecnológico chino, seguramente teniendo en cuenta que las emociones movilizan más que las estadísticas, al menos en ciertos momentos históricos. La continuidad es tal que la Casa Blanca ha dejado en pie algunos de los aranceles del ex presidente demócrata republicano y ha ido mucho más allá en políticas fiscales y de gasto diseñadas para promover el crecimiento de la fabricación ecológica y de alta tecnología, especialmente en el largamente desatendido denominado Cinturón del Óxido, eje del desarrollo industrial norteamericano metalmecánico –fundamentalmente automotriz- desde décadas atrás.

La industria y la innovación, ejes del desarrollo global

Las leyes de Biden: Incentivos a las energías renovables  e infraestructura

En gran parte, las propuestas de esta administración consisten en créditos fiscales federales, programas de subvenciones gubernamentales y proyectos de infraestructuras. Estos se sustentan en leyes promulgadas durante los dos primeros años de Biden en el cargo.

La Ley de Reducción de la Inflación (Inflation Reduction Act) del año pasado contenía unos 400.000 millones de dólares de gasto en energía verde, incluidos créditos fiscales para los productores de energía generada de forma menos gravosa para el ambiente y los compradores de vehículos eléctricos. El cambio climático y los desafíos para el desarrollo de energías, suministros y vehículos de este tipo es un gran aliciente para estos nuevos programas. Estados Unidos al parecer esta vez tiene bien claro que esta reconversión de su estructura productiva la realizará mayormente en su propio territorio, lo que ha dejado de suscitar ciertos resquemores en sus socios europeos.

La Ley sobre chips y ciencia (Chips and Science Act) que el Congreso aprobó en agosto, proporcionaba más de 50.000 millones de dólares para animar a los fabricantes de semiconductores a construir fábricas en Estados Unidos, y prometía unos 170.000 millones para la investigación de las tecnologías del futuro. La ley pretende que EE.UU. no dependa de las cadenas de suministro de semiconductores chinas, además de impulsar su competitividad frente a Pekín y, con ello, asegurar su «liderazgo» a nivel tecnológico y científico. La cuestión es tan impactante que el director general de Intel, Pat Gelsinger, dijo que «desde la Segunda Guerra Mundial, es posible que no haya habido una pieza de política industrial más importante que haya pasado por el Congreso». Jens Liebermann, vicepresidente de materiales para semiconductores en la unidad de negocio de materiales electrónicos de BASF, el grupo químico alemán explicó que «no se trata solo de las [plantas] que fabrican los chips, sino de todo lo que entra allí. Todos los materiales, productos químicos, gases y sus materias primas. Todos tienen que estar ahí. Todo se reduce a dónde está la fuente, dónde está la materia prima, dónde está la fabricación y quién puede encargarse de la logística». El impacto será global, al punto que fabricantes de Taiwán, donde ahora están los mayores fabricadores de estos insumos claves, se siente atraídos a instalarse en Norteamérica. Sus críticos, en especial China, señalan que esta ley perturbaría las cadenas de suministro de semiconductores a nivel mundial y causaría trastornos en el comercio internacional.

Estos dos textos legislativos se basaban y complementan con la ley bipartidista sobre infraestructuras, dotado con 1,2 billones de dólares, que Biden promulgó en noviembre de 2021, y que se postulaba sobre la idea incuestionable de que no es posible construir una economía del siglo XXI sobre unos enlaces de transporte y unos servicios públicos en mal estado. Esto incluye dinero para carreteras, puentes, transporte público, el ferrocarril, aeropuertos, puertos y vías navegables.

La gestión de la administración Biden al respecto tiene su foco en la puesta en marcha de los diversos programas que contemplan estas leyes. Para hacerlo, en lugar de nombrar a un «zar industrial» para supervisar las cosas, Biden dirige personalmente un gabinete transversal  llamado “Invest in America» (Invertir en América), formado por los secretarios del Tesoro, Energía, Transporte, Comercio, Trabajo y Sanidad y Servicios Humanos, además del administrador de la Agencia de Protección del Medio Ambiente. Bajo estos miembros del Gabinete hay un comité permanente interinstitucional, formado por vicesecretarios y altos funcionarios de la Casa Blanca, que se ocupan en directo de impulsar y supervisar las diversas ramas que se busca reinstalar y/o expandir.

Ya son varias las empresas grandes que han anunciado sus planes de construir nuevas fábricas en diversas partes del país. Intel, el mayor fabricante de chips de Estados Unidos, ha puesto la primera piedra de un proyecto de veinte mil millones de dólares para dos fábricas cerca de Columbus, Ohio. Micron Technology está construyendo unas grandes instalaciones en Syracuse (Nueva York). T.S.M.C., el gigante taiwanés de los semiconductores, ha terminado parcialmente una fábrica de doce mil millones de dólares en Phoenix (Arizona) y ha anunciado planes para una segunda planta. En cuanto a la energía verde, varias grandes empresas internacionales, como Samsung, Siemens y Volkswagen, han anunciado planes para fabricar en Estados Unidos equipos para instalaciones de energía limpia y baterías de coche para vehículos eléctricos. En ese sentido el gobierno no usa la antigua estrategia de elegir empresas ganadoras a dedo, sino que sienta las bases y beneficios para todos en los sectores priorizados.

El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden con un microhip. Foto: EFE
El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden con un microhip. Foto: EFE
Nearshoring y Friendshoring

La reindustrialización norteamericana en el propio territorio no es la única respuesta que los sucesivos gobiernos de Estados Unidos dan al problema de las cadenas de suministro y el avance de China, Al primero, de naturaleza fundamentalmente logística, responde mediante el nearshoring para generar cadenas de valor regional, priorizando los proveedores cercanos centroamericanos y caribeños. Aquí el ejemplo más avanzado al respecto es el de México, que –sin abandonar retóricas populistas- los recibe con los brazos abiertos.

Pero además, y sobre todo para contener por razones geopolíticas el avance de China en América Latina como inversor y socio cada vez más relevante, la estrategia del nearshoring se complementa con la del friendshoring. Popularizada por la secretaria del Tesoro estadounidense, Janet Yellen, en un discurso en abril del año pasado, esta nueva estrategia se refiere a la agrupación de países con valores y principios compartidos y al proceso de “favorecer la vinculación de las cadenas de suministro entre ellos, para que podamos continuar ampliando de forma segura el acceso al mercado y reducir los riesgos para nuestra economía, así como para la de nuestros socios comerciales de confianza”. Es decir, reubicar las fábricas a naciones que se consideran aliadas y que, al menos sobre el papel, ofrecen una mayor estabilidad a largo plazo. La Alianza para la Prosperidad Económica de las Américas (Americas Partnership for Economic Prosperity, en inglés), promovida por Biden en 2022, va en ese sentido.

Frente a esta oportunidad el economista Federico Poli señala que para aprovecharla  tenemos que asegurar cuestiones básicas como la estabilidad macroeconómica y dar garantías de seguridad en el mantenimiento de las reglas de juego. Debe existir en el país –dice- una visión favorable para las inversiones externas y locales, necesitamos gobiernos que comprendan que lo más importante es alentar la inversión reproductiva y, en consecuencia, expandan el trabajo productivo. Sin embargo aclara que el principal riesgo es no tener formulado nuestro  proyecto propio de desarrollo y adaptarnos al que nos toque. Eso puede incluso llevar a la instalación de maquilas o factorías de ensamblado, como ocurre en México o en Tierra del Fuego, que ofrecen empleo local pero de ninguna manera son un modelo de innovación industrial que lleve al desarrollo puesto que lo que se aprovecha es la combinación de salarios bajos en relación con otros países y condiciones fiscales favorables. No son foco de innovación ni de multiplicación de cadenas industriales de proveedores.

EEUU y el ‘nearshoring’, ¿la mejor oportunidad para la industria argentina en 60 años?

Volver al legado desarrollista de Alexander Hamilton

Volviendo al programa de reindustrialización norteamericano, Felicia Wong, presidenta del Instituto Roosevelt, un think tank liberal, lo describe como “una nueva forma de utilizar el gobierno de manera polifacética y musculosa para dar forma, empujar y movilizar la economía en determinadas direcciones». Cuando uno escucha esto no puede dejar de pensar en Frigerio y su comprensión, de que, respetando la iniciativa privada, el Estado cumple un papel sumamente activo en la orientación consciente del proceso económico conforme a las leyes económicas y conforme a los fines nacionales. Las similitudes con las recomendaciones de la economista italo-estadounidense Mariana Mazzucato surgen de inmediato.

En esa línea que bien podríamos calificar de desarrollista, y señalando los esfuerzos para promover la energía verde y la fabricación de alta tecnología, así como los esfuerzos para ubicar nuevas plantas en partes del país que han perdido puestos de trabajo en el sector manufacturero, Wong concluye en código de resonancias frigeristas que la administración Biden «están tratando de dar forma a los mercados, en última instancia.»

Es el retorno a la esencia del desarrollo norteamericano que no se parece en nada a la aplicación de un liberalismo ingenuo, o malintencionado, que postula dejar todo en manos del mercado, sino que, respetando sus  leyes, lo orientar en la dirección que  mejor representa los intereses nacionales. Incluso sin inhibirse en ir transformando la estructura productiva si es necesario, habida cuenta que ella no es inmutable ni está diseñada de una vez y para siempre. Al contrario, requiere permanente actualización.

Es retomar la visión de su más grande pensador económico como fue Alexander Hamilton quien debió luchar contra los intereses agrícolas predominantes, con políticos rivales como Thomas Jefferson por ejemplo que tenían una visión del país como exportador agrícola en base a sus ventajas comparativas y la demanda de la potencia industrial de la época: Inglaterra. Ambos son “padres fundadores”, pero lo que estaba en ciernes era el diseño futuro de esa gran nación, hasta entonces con un conjunto de colonias prósperas, pero con perfil agrario-exportador dominante.   Se terminó de dirimir en el campo de batalla, durante la Guerra de Secesión (1861-1865).

Hamilton sostenía que la industrialización era esencial por motivos económicos y de seguridad nacional. Afirmaba que el desarrollo de la industria nacional «independizaría a Estados Unidos de las naciones extranjeras para el abastecimiento militar y otros suministros esenciales». Y argumentó que confiar únicamente en la empresa privada no sería suficiente. El esfuerzo necesitaría «la incitación y el patrocinio del gobierno», con lo que se refería a «recompensas» (subvenciones) para la industria nacional y aranceles para protegerla de la competencia extranjera. Su Informe sobre el asunto de las manufacturas (1790) fue fundamental para posicionar la visión proteccionista que daría fuerza a la industria naciente norteamericana

Cuadro de Alexander Hamilton, by Thomas Hamilton Crawford (Scottish, 1860 – 1948); mezzotint, 1932. (Photo by GraphicaArtis/Getty Images)
Argentina y la necesidad de una síntesis desarrollista

Argentina, el otro país que prometía ser la vanguardia de América, pero en el sur del continente, también tuvo ese debate en distintas encrucijadas de su historia y sus augures como Belgrano, Fragueiro, Pellegrini, Bunge, Hernandez, Frigerio o Frondizi, entre otros, pero solo pudo ganar unas pocas batallas y a duras penas, con avances y muchos retrocesos, porque la ecuación política local y sus pujas se decantó más veces por la matriz agroimportadora.

La transformación de la estructura productiva hacia una economía desarrollada, capaz de dar sustento en todas sus regiones para más de 40 millones de habitantes sigue siendo el gran desafío argentino. Por eso la grandeza Argentina no se perdió en 1945 como dicen algunos, sino mucho antes, en su Centenario, cuando en pleno auge de una gloria efímera no se cambió el rumbo ante los desafíos del contexto y se pretendió aferrarse a un modelo que aún hoy no deja de dar réditos socialmente segmentados, pero que claramente, evaluado en el proceso histórico, limitó nuestro potencial.

El gobierno desarrollista (1958-1962), conducido por un núcleo de estadistas que había estudiado a fondo las debilidades del modelo triunfante  consolidó avances sustanciales hacia una economía diversificada y dio el sustento material para dos décadas posteriores de crecimiento.  Ese proceso, que no fue realimentado ni ampliado de modo sustancial, desembarcó –pacto social como garantía de estancamiento mediante- en el Rodrigazo  primero y luego en la gestión de Martínez de Hoz con el golpe militar, el inicio del giro que llevaría a la hegemonía del segmento financiero mediante su deliberada política de desindustrialización que generaron secuelas profundas en la estructura económica y social de las que no hemos podido recuperarnos.

Más allá de falsos espejismos como los primeros años de la convertibilidad o el auge de las materias primas en la primera década del siglo XXI, nos hemos empobrecido cada vez más dentro de la alternancia de políticas liberal-monetaristas y populistas, ambas descapitalizadoras, proceso que Fededico Poli describe en su reciente obra Más allá del liberalismo y el populismo, una síntesis desarrollista para la Argentina

Estados Unidos necesitó poner en jaque su propio liderazgo económico global para retomar su eje desarrollista. Sus tres últimos gobiernos defienden un argumento similar al de Hamilton sobre la necesidad de aumentar la capacidad de fabricación estadounidense, en especial en ámbitos como los semiconductores y las baterías para vehículos eléctricos. Nosotros, con más del 50% de la población debajo de la línea de  la pobreza seguimos criticando a los industriales por prebendarios e ineficientes. En lugar de darles las condiciones para que realmente puedan competir, y exigirles que entonces sí lo hagan, pretendemos librarlos a su suerte. Escuchamos en cambio, los cantos de sirena del neoliberalismo más primitivo, que ni los países desarrollados se atreven a ejercer. Mientras, el legado desarrollista sigue expectante de ser retomado por una dirigencia política y empresaria acorde al desafío.

La salida de la crisis argentina pasa por un programa productivo que nos lleve hacia una economía diversificada, que agregue valor mediante innovación tecnológica, que sea competitiva, y que esté presente generando empleo a lo largo y ancho de su territorio. Es algo posible porque tenemos las capacidades y las ideas. Hay que suturar en lugar de dividir.

El friendshoring puede ser una oportunidad para ser parte de esas cadenas de valor regionales (ya no serán globales al parecer), siempre que se inscriba en un proyecto articulador de la sociedad, hoy cruelmente fragmentada. De otro modo, será otra moda y expectativa perdida.

Falta real voluntad política, construida sobre coincidencias sectoriales muy amplias e innovadoras para contrarrestar los intereses, prejuicios, ignorancia y desidia, que hoy mantienen estancado y en retroceso al país. Agro e industria no son antinomias. Hay que potenciar el agro integrándolo realmente con la industria y el desarrollo tecnológico, por ejemplo la economía del conocimiento que cada vez más se vuelve hacia la exportación de servicios en lugar de proveer al desarrollo interno.

Por último, es cierto se necesita estabilidad macroeconómica y jurídica para volver a poner en marcha el proceso de inversión y acumulación pero por sobre todo se necesita consensuar un programa que oriente al proceso económico conforme a las prioridades del desarrollo nacional en este momento histórico-concreto, con una transición mundial de mayor tensión y puja entre potencias. Apostamos a que reconstruir una alternativa nacional es perfectamente posible, a condición de poner por delante el interés del conjunto, orientando los esfuerzos sociales al mismo tiempo que se integren todos los sectores en el proyecto común.