Introducción a los problemas nacionales es la transcripción de una serie de cursos y seminarios dictados en el Centro de Estudios Nacionales (CEN) en 1964.
Se compone de exposiciones de Arturo Frondizi, Rogelio Frigerio, Eduardo Calamaro, Arturo Sábato, Juan OIvidio Zavala, Risso Patrón, Makler, Ferreyra, Antonio Salonia, Marcos Merchensky, Gómez Machado y Oscar Camillón.
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El método de exposición de nuestra realidad; por Arturo Frondizi
Nos proponemos en este curso el análisis de nuestra realidad nacional desde el punto de vista de una concepción científica. Los acontecimientos aislados, los momentos de nuestro acontecer, solo se explican y se aclaran si se los enfoca precisamente como momentos de
un proceso histórico.
Este proceso histórico —del cual aquellos momentos no son más que parte de un todo— se nos muestra como unidad indivisible. La historia no es una parcialidad, es una totalidad. No está hecha de acontecimientos aislados, de los cuales elegimos arbitrariamente aquéllos
que concuerdan con nuestros anhelos para edificar sobre ellos una interpretación parcial. Tal ha sido el error de las dos grandes escuelas históricas argentinas: liberalismo y revisionismo. Ambas cayeron en lo que un historiador inglés llamó «interpretación demoníaca de la historia»; ella se constituiría de «buenos» y «malos». Más que análisis del proceso histórico, lo que hicieron fue condenar a unos y exaltar a otros.
Para el liberalismo, nuestra historia nace y se desarrolla en los marcos de un proceso alumbrado por el enciclopedismo (o iluminismo). Este pensamiento nos vendría desde afuera, de las fuentes ideológicas de la revolución francesa. Los procesos internos, los acontecimientos específicamente nacionales, nuestros, no serían otra cosa que resultados de influencias exteriores. Mayo-Caseros serían los eslabones fundamentales y únicos de nuestra historia; los otros acontecimientos solo merecen condena y execración, no pertenecen a ella. Las otras etapas vendrían a ser algo así como injertos en nuestra historia, ajenos a ella. Serían, además, «anormalidades» de la historia. La labor de esta escuela ha consistido —y consiste aún— en elegir, como en un almácigo, aquellos momentos o acontecimientos que coinciden con su interpretación parcial.
El revisionismo tiene como punto de partida la gran obra de José Adolfo Saldías, continuada más tarde por Ernesto Quesada. El valor de esta obra consistió en sacar al período de Rosas del «ostracismo» a que lo condenara la escuela liberal y lo proyectó como etapa constitutiva de nuestra historia, reivindicando su significado esencialmente nacional. Pero no lo proyectó para anular las otras capas, ni para condenarlas, sino para mostrarlo como parte integrante de todo el proceso.
Después de Saldías y Quesada hay un interregno, durante el cual el liberalismo domina todo el campo histórico; la tendencia que antes iniciara Mitre se impone como la única interpretación de nuestra historia. La revisión aparece —y no casualmente— cuando llega Yrigoyen al poder. La nueva escuela histórica tuvo como uno de sus exponentes más brillantes a Diego Luis Molinari, quien en su ¡Viva Ramírez! reivindica el papel de los caudillos en la formación nacional. La oposición oligárquico-liberal a Yrigoyen ubicó al gran caudillo nacionalista como una prolongación de Rosas. Como Yrigoyen representaba la ruptura de la continuidad oligárquico-liberal, su antecedente no podía ser otro que Rosas. Inconscientemente, el liberalismo introducía a Yrigoyen en la historia.
Mas el revisionismo —que era y es, a la vez, una expresión de una corriente nacionalista— no se propuso la tarea que iniciaran Saldías, Quesada y Molinari; esto es, soldar los eslabones de nuestra historia. Para los revisionistas, Rosas era un hito sin antecedentes ni continuidad; la historia anterior a Rosas era la historia de la declinación de nuestros valores nacionales; la posterior, era la derrota de la nacionalidad. El revisionismo se transformó en rosismo. Realizó la fecunda labor de investigación, buscó y difundió una gran documentación. Pero esta labor comenzó y se detuvo en esta etapa. Cayeron en el error del liberalismo. Como éste, en lugar de integrar las partes (las etapas) de nuestra historia, las desintegraron, las aislaron. Para el revisionismo, el punto de partida de la nacionalidad es Rosas, tomo para el liberalismo es Rivadavia o Echeverria.
Tenemos, así, no una historia total, sino dos historias, cada una con sos etapas particulares, separadas entre sí, sin continuidad ni unidad.
El marxismo oficial del Partido Comunista, después un largo período de menosprecio por todo lo que fueran las tradiciones nacionales, cuando se propuso abordarlas, lo hizo desde el punto de vista del liberalismo: civilización y barbarie; dictadura y democracia; Echeverría y Rosas. Excomulgó a unos y exaltó a otros. En disidenda con esta posición liberal de la dirección comunista, han surgido grupos marxistas que intentan situarse correctamente frente a la interpretación de nuestra historia y profundizar en sus tendencias nacionales.
Antítesis y síntesis
Cada una de las etapas de nuestra historia tiene su propio valor y los acontecimientos particulares son resultado de un proceso anterior, resultado que engendra, a su vez, otros resultados. La anarquía fue un producto del régimen directorial que hizo crisis en el año 1920; las luchas civiles que estallaron con el fusilamiento de Dorrego fueron, a su vez, resultado de la imposición del liberalismo unitario resistido por las provincias; a estas luchas civiles puso fin la dictadura de Rosas, que obró como elemento de fusión de las fracciones y de las aspiraciones provinciales. Con su sistema de pactos provinciales y alianzas, con su resistencia a la agresión extranjera, con su tarifa aduanera, Rosas preparó la etapa subsiguiente, en la que la dispersión encuentra solución legal en la Constitución de 1853. Quien intentara explicar la Constitución de 1853 exclusivamente por el triunfo del liberalismo constitucional caería en error, pues ella no se explica sin el acuerdo de San Nicolás, obra de los caudillos, y sin la contribución de las provincias, gobernadas entonces por los mismos que fueron sostén de Rosas. La antítesis de ayer, se resuelve en la síntesis de hoy.
Para llegar a esta concepción integradora, totalizadora de nuestra historia, es preciso que nos, despojemos de lo que he llamado «anteojeras ideológicas». En otras palabras, es preciso que abordemos el estudio de la historia sin preconceptos, sin criterios apríoristlcos. Lo que ha sucedido con las dos corrientes historiográficas es que el historiador ha fabricado, a priori, unos esquemas o unos compartimientos, y luego ha ido introduciendo en ellos, paso a paso, a las etapas o a los personajes de nuestra historia.
Un ejemplo de antinomia política fue el famoso lema «régimen y causa», lanzado por Yrigoyen. Estas fórmulas sintéticas han sido muy usadas en nuestra política y las más de las veces resultaron altamente eficaces para alinear a las masas en las grandes corrientes populares. Pero sería un grave error utilizarlas como instrumentos de análisis historiográfico, ya que en este caso el historiador dejaría en un cono de sombra los aspectos positivos de la acción de nuestras clases conservadoras y de sus hombres representativos.
Nuestro método, en cambio, consiste en descubrir las leyes, vale decir, las tendencias generales con arreglo a las cuales se desenvuelve el proceso histórico en su totalidad. Estas tendencias generales, estas leyes, no se inventan, no se fabrican por nuestra voluntad ni obedecen a la subjetividad del historiador. Aparecen objetivamente. Nuestro método consiste en descubrirlas y revelarlas a la comprensión general. En última instancia, la ley que rige el proceso histórico es un nexo o una relación entre los distintos acontecimientos, aunque no entre todos los acontecimientos.
Distinguir lo esencial de lo accesorio
Hay que distinguir lo secundario de lo principal, lo accesorio de lo esencial, lo anecdótico de lo histórico. Una etapa de la historia no puede ser juzgada por una anécdota; los historiadores de la «pequeña historia» discuten hoy si realmente Napoleón cruzó o no el puente de reola. Pero el hecho no puede alterar la trascendencia histórica de la batalla. Rosas no puede ser juzgado con el método de algunos historiadores nuestros, que se han dedicado a acumular detalles y anécdotas de su vida o con el rasero de aquel historiador autor de Rosas en pantuflas. Nuestra tarea consiste en tomar en cuenta lo esencial de cada etapa histórica.
Otro tanto puede decirse de aquel enfoque «moral» de los acontecimientos históricos, a que son tan propensos historiadores políticos liberales y los nacionalistas aristocratizantes. Hace ya más de cien años un filósofo que, por cierto, no tenia nada de materialista, que fue, por el contrario, la más alta expresión del idealismo alemán, Hegel, decía: «Con frecuencia considéranse las reflexiones morales como fines esenciales que se derivan de la historia, la cual ha sdio muchas veces elaborada con el propósito de extraer de ella una enseñanza moral. Los ejemplos del bien subliman, sin duda, siempre el ánimo, sobre todo el ánimo de la juventud, y deben emplearse en la enseñanza moral de los niños como representaciones concretas de principios morales y de verdades universales, para irnculcar a los niños la noción de lo excelent. Pero el terreno donde se desarrollan los destinos de los pueblos, las resoluciones, los intereses, las situaciones y complicaciones de los Estados es bien distinta del terreno moral. Los métodos morales son bien sencillos (…) Pero las abstracciones morales de los historiógrafos no sirven para nada (…) Los simples mandamientos morales no penetran en las complicaciones de la historia universal». (Hegel, Lecciones de filosofía de la historia).
Al distinguir lo esencial de lo accesorio, estamos en condiciones de juzgar los acontecimientos, las etapas y los hombres que forman el proceso histórico. Por ejemplo, ¿qué es lo esencial en el peronismo? Es el despertar de la conciencia nacional de las masas, el mejoramiento de sus condiciones de vida y de trabajo, su organización, su participación en el gobierno de la cosa pública. En resumen, el afloramiento del elemento social en el nacionalismo popular. La crítica debe recaer entonces también en lo esencial de sus debilidades: en su incapacidad de echar las bases materiales económicas, que cimentaran sólidamente aquellas conquistas sociales. Tal es el juicio objetivo, desapasionado, que merece el peronismo.
Con este método podemos definir en pocas palabras la tendencia general, la ley que rige la evolución de nuestra comunidad nacional. Ella nos muestra —por debajo de las luchas más enconadas— una tendencia hada la síntesis, hacia la unidad nacional. Pero no una unídad nacional formal, constituida por la simple suma de las regiones geográficas, sino una unidad constituida por todos los factores de la nacionalidad: políticos, espirituales, sociales, económicos, integrados armónicamente. Pero esta tendencia no se desarrolla sin contradicciones; por el contrario, desde su nacimiento tropezó —y tropezará aún— con grandes obstáculos. Tenemos, pues, una tendencia hacia la síntesis nacional y una tendencia hacia la disgregación nacional. Esta tendencia hacia la disgregación se ha proyectado, en nuestra historia, a veces, en tentativas de disgregación nacional territorial; otras veces, como imposición de una clase social sobre todas las otras clases y sectores.
Si reducimos estas dos grandes tendencias a sus expresiones políticas, nos hallamos, por una parte, con un movimiento de esencia nacional, que lucha por la síntesis, por la unidad, traducida en la constitución del Estado Nacional; por otra parte, con un movimiento de esencia antinacional, que representa a una clase, a una fracción de la nacionalidad, a unos intereses bien determinados, en fin, a una ideología. Cuando por la fuerza de los acontecimientos acepta la constitución del Estado nacional, lo acepta como un Estado para sí, para sus intereses.
El movimiento nacional y popular
Estamos definiendo, políticamente, el contraste entre el movimiento nacional y popular mayoritario y la acción de las minorías que se nutren del atraso y la dependencia. El primero tiene su base en los sectores e instituciones que miran hacia adentro, hacia el país, hacia la totalidad de su realidad geográfica, económica, política, social, cultural. Las segundas miran hacia el exterior, ligadas a intereses extranjeros. Los sectores nacionales están vinculados a la creciente expansión del mercado interno, de las fuerzas productivas del país, en el agro, en la industria. Las minorías reaccionarias pretenden perpetuar la vieja relación agroimportadora que beneficia a los monopolios internos y externos que estrangulan a nuestros productores del campo y traban el desarrollo de la industria nacional al importar los que podemos producir nosotros, con nuestros propios recursos y con mano de obra y profesionales afincados en nuestra tierra.
Dentro de este cuadro aparecen nítidas las dos grandes corrientes nacionalistas. Hay un nacionalismo popular que ha conformado una ideología basada en las esencias y tradiciones vernáculas, y nacionalismo aristocratizante, que unas veces extrae sus postulados de un hispanismo trasnochado, antihistórico y otras del nazismo o el fascismos europeos. El nacionalismo popular es esencialmente democrático, como que ha sido y es la expresión de las grandes mayorías; el nacionalismo reaccionario es antidemocrático y aspira a sustituir el gobierno del pueblo por el gobierno paternalista de las elites. El nacionalismo popular ha tenido siempre una meta, a la cual subordina todo: la construcción del Estado nacional como síntesis de todas las regiones, clases y sectores de la población. El nacionalismo reaccionario aspira a erigir al Estado como órgano de opresión y subordina los fines esenciales de la nacionalidad a la elección de los medios. El nacionalismo popular se distingue por su política social y esa política social la concibe no en función paternalista, sino como el resultado: primero, del desarrollo económico y después, de la incorporación de los trabajadores al manejo de la cosa pública. El nacionalismo reaccionario quiere la sujeción del trabajador al Estado despótico, sin derechos y con deberes. Mientras la concepción nacionalista popular es la de un movimiento sindical unificado e independiente, la del nacionalismo reaccionario es la del movimiento sindical corporativo, «vertical», sujeto al Estado.
Nación y Estado son conceptos distintos, pero congruentes y entrelazados. La Nación es una categoría histórica en la que se integra la realidad geográfica, la cultura, la economía y las clases sociales. El Estado nacional es la culminación del proceso de formación de la nacionalidad. Pero puede existir formalmente un Estado, en sentido técnico, sin que haya verdadera unidad nacional. Desde este punto de vista, las luchas civiles argentinas que siguieron a las guerras de la independencia, fueron los jalones que formaron el proceso de creación del Estado nacional.
La integración geográfica y económica
Pero el Estado nacional es forma y contenido. La conquista del Desierto y la federalización de Buenos Aires son dos acontecimleutos culminantes de la formación del Estado ‘Nacional. La primera dio al Estado Nacional una base geográfica y económica. La scgunda, completó
el proceso de integración territorial de la República. Sin embargo, con la federalización de Buenos Aires no terminó el proceso de formación tanto del Estado como de la unidad nacional, en el sentido geoeconómico del concepto. Las distintas provincias habían aceptado y acatado al Estado Nacional, pero no se habían integrado en él en todas sus manifestaciones; se mantuvo el aislamiento geográfico y económico.
Para que el Estado Nacional sea a la vez forma y contenido es preciso que la economía sea homogénea dentro de su variedad regonal y para que la economía sea homogénea es preciso que exista un sistema de comunicaciones fluido e intenso. Dicho en otra forma, es
preciso que la unidad nacional no sea sólo espiritual, cultural y politica, sino que se cimente sobre la base de un mercado nacional único, en la comunidad nacional de los distintos intereses nacionales. Desde ese punto de vista, podríamos asegurar que este proceso no ha terminado do. Cuando decimos que es necesario «incorporar» la Patngonía a la economía nacional, no pensamos en un proceso de integración o de suma; queremos decir que hay que crear en la Patagonia las bases de una economía moderna a través de la explotación e industrialización de sus riquezas minerales y agropecuarias, que los productos de
esa explotación e industrialización tengan allí mismo y en el resto del país su propio mercado y que este mercado sea accesible y económico a través de una completa red de comunicaciones y transportes.
Tal es la base firme del florecimiento de nuestros valores culturales y es espirituales. Las culturas regionales decaen y languidecen en el aislamiento y el atraso. No hay escuelas y universidades porque las poblacíones aisladas no tienen acceso al goce de las riquezas nacionales y no se explotan las propias riquezas regionales. No se fundan universidades en el desierto o en medio de la miseria. La cultura avanzada se concentra allí donde se concentra la riqueza, donde, por lo tanto, los hombres disponen de medios para tener acceso a las escuelas, institutos y universidades. Cuando la economía del país se concentra, como en nuestro caso, en un punto o una región, también allí se concentran los institutos de enseñanza. A una economía deformada se agrega una enseñanza deformada, parcial.
El rol del Ejército y la iglesia
En el proceso de la unidad y de la formación del Estado Nacional se desarrollan las instituciones del Estado. En primer lugar, el Ejército. Bien mirado, el proceso de constitución del Ejército Nacional estuvo consustanciado con el proceso de unidad nacional. En ese sentido, 1880 es un hito. Hasta entonces —y con la excpción de los ejércitos de la guerra de Independcncia— no teníamos Ejercito nacional propiamente dicho. Con la conquista del Desierto y con la federalización de Buenos Aires desaparecieron las milicias locales que formaban la Guardia Nacional y se constituyó el Ejército nacional. Pero nuevas luchas —la revolución del 90— y las complicaciones internacionales —conflicto cin Chile—hicieron necesaria la conversión de la Guardia Nacional, a base de reclutamiento forzoso o voluntario, en Ejército a base de la conscripción. La primera parte de esta evolución se la debemos al general Roca. La segunda, al general Pablo Ricchieri. El Ejército se convierte, al extender la conscrípcíón a todos los ciudadanos, en un factor de cohesión nacional. Pasó a ser, además, una parte integrante de la comunidad de ser nacional, pues reclutó sus efectivos y mandos en todas las clases y sectores sociales. Más aún, por su composición social y nacional, fue y es una manifestación relevante de la unidad nacional. En tales condiciones, no puede haber dos enfoques sobre el papel de las Fuerzas Armadas. Pero, en la medida que estas son expresión de la unidad y cohesión nacional, la oligarquía antinacional crea la antinomia: civilismo versus militarismo. Intenta así escindir a las Fuerzas Armadas del todo de la comunidad nacional.
El civilismo sería, así, expresión de libertad y democracia. Las Fuerzas Armadas, expresión de despotismo y opresión. Digamos, de paso, que han sido estas mismas fuerzas antinacionales las más activas en arrastrar a las Fuerzas Armadas a sus aventuras contra la democracia y la libertad, las que más han golpeado las puertas de los cuarteles para luego reivindicar para ellas la parternidad de sus «revoluciones».
Otro tanto ocurrió con la Iglesia. Uno dle los elementos componentes de la nacionalidad es la comunidad cultural. Pero una cultura común no se constituye sobre la base de una escuela común solamente: es, sobre todo, una comunidad espiritual que abarca tradiciones culturales y religiosas. La Iglesia argentina ha seguirlo todas las evoluciones de nuestra historia desde la misma Independencia y en el terreno espiritual ha contribuido a forjar la unidad nacional. Ha sido éste un acontecer salpicado aquí y allá por accidentes e incidentes, pero ellos no han alterado su esencia. Recordemos que el mismo gobernante que llegó a la ruptura con la Santa Sede fue el que llegó pocos años más tarde a un nuevo acuerdo con ella: Roca. Y bien, en la medida en que la Iglesia ha sido un factor de cohesión espiritual de la nacionalidad, las fuerzas antinacionales se han obstinado, también, en escindirla también de ella, tomando la lucha la forma de un conflicto entre laicismo y clericalismo. El laicismo sería la libertad y la democracia; el clericalismo sería la barbarie y el oscurantismo. Recordemos que cuando el gobierno de Perón entró en conflicto con la Iglesia, estas mismas fuerzas laicistas dejaron de ser anticlericales. En una palabra, el liberalismo tradicional, apareció luchando por la causa de la Iglesia, para darle de nuevo la espalda en cuanto cayó Perón.
El proceso de unidad nacional puede apresurarse o atenuarse, según sea el grado de comunidad de los intereses de las clases y sectores y de las instituciones que integran el complejo de la nacionalidad. Mas el proceso de la unidad nacional, intrínsecamente, es un proceso solidario; todas las clases que aspiran a cimentarla sobre bases materiales y espirituales marchan, objetivamente, por el mismo camino. La fuerza de la reacción antinacional se obstina en retardarlo, en atenuarlo, en hacerlo más prolongado. Para ello distorsiona los términos del problema, introduce la división entre las clases solidarias, excita a unas contra otras, oculta los intereses comunes y exalta los intereses particulares.
Algunos ejemplos cercanos
Inicialmente, todos los movimientos nacionales y populares de nuestro país fueron amplias coaliciones de fuerzas políticas y sociales. Ninguno de ellos alcanzó la dimensión nacional del yrigoyenismo; abarca desde los trabajadores industriales hasta los ganaderos terratenientes; hombres de otros partidos y de extracción aristocrática colaboraron en los primeros años del gobierno del gran caudillo. Si este gobierno hubiese logrado mantener la cohesión del movimiento que lo llevó al poder, hubiera sido inconmovible. Pero fue durante este gobierno cuando las luchas sociales y los conflictos político-institucionales llegaron al punto más alto: semana trágica, huelga ferroriaria, sucesos de Santa Cruz. La reacción antinacional hahía introducido en el seno de la conjución nacional elementos de disgregación. Los sector sociales que más interesados estaban en el mantenimiento y consolidación del gobIerno fueron confundidos y llevados al enfrentamiento suicida. Al debilitarse sus bases populares, el movimiento nacional cedió el gobierno en 1922 a una fracción, la de Alvear, distanciada del yrigoyenismo tradicional.
Una derrota no invalida la vigencia histórica de un movimiento cuando éste interpreta las necesidades de la Nación. Después de interregno de seis años, en 1928, el yrigoyenismo reconquistó el poder con una base popular más amplia todavía que la anterior. Pero acosado nuevamente por las mismas fuerzas orquestadas por la reacción cayó bajo el golpe del 6 de septiembre de 1930. Nuevamente uno de los sectores básicos del movimiento nacional, los trabajadores, fueron conducidos a una lucha violenta y frontal contra el gobierno. Esta obra de la «izquierda» en todos sus matices, desde el socialismo «independiente» hasta el Partido Comunista, pasando por el movimiento universitario, que especularon con debilidad, las contradicciones y los errores del propio movimiento nacional en el gobierno.
No necesito abundar en los ejemplos más cercanos: el del peronismo y el de la conjunción que nos llevó al poder el 23 de febrero de 1958.
Para juzgar la vigencia de esta política que estamos llamando del movimiento nacional, debemos preguntarnos: ¿se han cumplido ya sus objetivos? ¿Hemos construido ya la Nación y hemos consolidado el Estado Nacional? En otras palabras, ¿hemos salido ya del
subdesarrollo?
El país estaba ya sobre las vías del desarrollo, como lo demuestran las obras que habíamos iniciado —petróleo, siderurgia, petroquímica, caminos, racionalización administrativa—. Y, más elocuentemente, las cifras publicadas del producto bruto nacional. En ese preciso momento, cuando algunas metas fundamentales se habían alcanzado y otras estaban ya en camino de serlo, se produjo la crisis del 28 de marzo de1962. La gravedad de los problemas que nos agobian está determinada precisamente por el hecho de que el golpe interrumpió el proceso de desarrollo económico, paralizándolo primero y haciéndolo retroceder después. Pero este hecho fue posible porque el movimiento nacional y popular del 23 de febrero no pudo mantener su cohesión social y política. Las causas de esta derrota temporaria deben ser analizadas a la luz de la crítica y de la estrategia de las clases
y los partidos que constituyen el fundamento natural de la coincidencia nacional.
Ahora esas clases, sectores e instituciones que pusimos en movimiento hacia el logro de la construcción de la nacionalidad en todas sus partes integrantes, y que fueron derrotadas debido a su escisión, deben ponerse nuevamente en movimiento —y se están poniendo ya— para restablecer los fundamentos ele la gran coalición nacional y reconquistar el tiempo perdido. Solo los ciegos y sordos pueden pensar que estas clases y sectores renuncien
a la defensa de sus propios y vitales intereses. He aquí la razón de la vigencia elel programa del movimiento nacional.
Hemos delineado el método de interpretación científica de nuestra realidad nacional, hemos aplicado este método al estudio de los grandes rasgos de nuestra historia y de los problemas que ella nos planten. Con este método, abordaremos el análisis pormenorizado de los problemas nacionales. Con esta breve introducción, dejo inaugurados estos cursos del Centro de Estudios Nacionales. Que ellos sirvan para unificar nuestro pensamiento y nuestra acción, dentro de la diversidad de las corrientes que constituyen el movimiento nacional y popular.