Todavía cuesta salir del asombro que provocó el escándalo que se armó en el gobierno ante el resultado adverso. Se produjo una reacción en cadena, sobre todo en la cadena de mando, que cobró fuerza incontenible a partir de la bomba nuclear con forma de carta que envió la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner.
Pero, vamos por parte. Después de las elecciones, la primera actitud del presidente Alberto Fernández, fue decir “acá no ha pasado nada”, “las Paso son sólo una encuesta”, “las elecciones de verdad son en noviembre, así que por lo pronto seguimos como estamos”.
Ante esta actitud se alborotó el avispero kichnerista duro. La legisladora camporista Fernanda Vallejos, actuando como vocera de la vicepresidente, hizo circular unos audios en los que trató al presidente de “ocupa”, mequetrefe”, a quien “nadie lo quiere” y que está “rodeado de inútiles”, que están atornillados a las sillas de sus despachos en lugar de presentar de inmediato las renuncias, adelantando que por la boca de Cristina Kirchner habla el pueblo argentino, y sugiriendo al día siguiente que la “cuarentena fue mal manejada”, que hubo un “suicidio económico”, que “la política sanitaria produjo resultados letales” y que quienes venían criticando al gobierno tenían razón.
A partir de allí y con la carta de Cristina que con prepotencia y altanería exigió rectificaciones inmediatas, el presidente que decía “por las buenas me sacan cualquier cosa, pero no me sacarán nada por las malas”, arrió sus banderas, bajo la cabeza y obedeció las órdenes de la jefa, aceptando y exigiendo renuncias y cambiando medio gabinete.
En este punto, que es donde ahora estamos parados, cabe preguntarse ¿qué hubiera pasado si las elecciones hubieran sido favorables al gobierno? La respuesta cae de maduro. No hubiera pasado nada, porque lo que preocupa a los que nos están gobernando, no es la realidad objetiva, no son los serios y múltiples problemas que aquejan a nuestra población (desde la inseguridad a la educación; desde la pobreza que aumenta a las pymes que cierran; desde la inflación continua a las jubilaciones de hambre), lo que a ellos los preocupa es el poder, el poder y nada más que el poder y las inclemencias que les puede tocar afrontar si éste peligra.
Cabe insistir, como perdieron, la derrota se convirtió en un reflector que iluminó la desnudez de esos problemas para ellos ocultos en su mirada desbordante de desinterés. ¿Y si hubieran ganado? Todo seguía igual. Así de penosa es la frivolidad de la clase política.
Cómo en los antiguos folletines, el problema no era que la nena dio el mal paso y quedó embarazada, ¡el drama era que se enteraran los vecinos! Por eso la escondían y la fajaban (para que no se notara la panza que crecía). Acá ocurrió que los vecinos vieron lo que pasaba y de ahí las reacciones increíblemente destituyentes de la propia tropa del partido gobernante.
Lamentablemente los problemas del país no se arreglan con cambios de ministros (que no son verdaderos cambios, sino reciclajes de viejos ministros que ya fracasaron en otros tiempos y si no veámoslo de nuevo en escena a Aníbal Fernández), la única manera de arreglar los problemas del país es cambiando las políticas que vienen fracasando reiteradamente y de una vez por todas comenzar a transitar la vía del desarrollo.
El país necesita conducción, pero por sobre todas las cosas necesita rumbo. Desgraciadamente, como decía Séneca hace más de 2000 años “Cuando no sabes a que puerto navegas ningún viento resulta favorable”.