frondizi

— Doctor Frondizi, ¿usted quiere volver a ser Presidente?

Era el año 1965. El expresidente Arturo Frondizi tenía 57 años, pero parecía mayor. Al menos, desde la perspectiva de mis 20 años de entonces.

Lo veía alto, pero más que por su altura física por su aspecto doctoral. Camisa blanca impecable, corbata, traje gris, y un distintivo metálico en el ojal que no era una clásica escarapela concéntrica sino un sector horizontal de las franjas de la bandera.

Un par de años atrás había recuperado su libertad. En marzo de 1962, luego de ser derrocado por un golpe de estado cívico militar, quedó detenido en la isla Martín García. Al año siguiente fue trasladado a El Tunquelén, cerca de Bariloche, hasta que quedó libre en julio de 1963. Era una pregunta demasiado obvia, propia de un cronista inexperto:

— Doctor Frondizi, ¿usted quiere volver a ser presidente?

Sonrió, más con la mirada que con los labios:
— Joven Lagos, ¿usted recuerda a Sarmiento?
— Sí, sí, claro – respondí entre vacilante y desconcertado.
— ¿Y se acuerda de Sarmiento presidente o de Sarmiento, a secas? – insistió.
— De…, de Sarmiento… a secas…— balbuceé.
— Yo no tengo pequeñas vanidades, tengo grandes vanidades. Espero que me recuerden como a Sarmiento: Frondizi, a secas. La presidencia es para los pequeños ambiciosos.

El de Arturo Frondizi es un caso raro. Fue presidente constitucional de la Argentina, elegido en 1958 en comicios libres y dentro del marco de la democracia. De su derrocamiento, en la madrugada del 29 de marzo de 1962, apenas queda una fotografía en la que se lo ve sentado en el asiento de atrás de un auto, cuando lo llevan preso, para subirlo a un DC3 rumbo a la isla de Martín García.

Pero casi nunca se lo menciona y es muy poco lo que se sabe de él . Vos mismo, que estás leyendo estas líneas y que tenés un apreciable nivel cultural, encontrarás útil un pequeño repaso sobre su vida, intensa y casi desconocida.

Cuando él era presidente, yo estaba en la escuela secundaria. En el último año teníamos una materia que se llamaba “Geografía Económica de la Argentina”, que dictaba la profesora Hilda Perincioli de Rampa. No indicaba libros de texto, sino que nos daba libertad para investigar y elegir las fuentes para nuestros apuntes. Mis notas fueron 10, 10 y 10, una en cada trimestre. Al finalizar el curso, la profesora me preguntó: “Lagos, ¿de qué libros estudió a lo largo del año?” Le contesté la verdad: “De los discursos del presidente, señora.”

Frondizi nació en Corrientes, hijo de una pareja de inmigrantes italianos que venía de Gubbio, la ciudad medieval en la que San Francisco amansó al lobo, ubicada en la zona mediterránea de la Umbría, “il cuore verde d´Italia”, en Peruggia. Esa pareja de tanos, don Julio y doña Isabel, humildes y trabajadores, tuvo 14 hijos. Todos estudiosos, brillantes. Uno de ellos, Risieri, llegó a ser rector de la Universidad Nacional de Buenos Aires y bajo su mandato se creó la editorial Eudeba. Otro, Silvio, un filósofo y docente, fue masacrado por la Triple A el 27  de septiembre de 1974. Otro integrante de la familia fue víctima de la sangrienta violencia que asoló al país: Diego, hijo de Ricardo Frondizi, cayó asesinado en 1971.

Desde muy joven, Arturo ratificó el sello de esa familia notable. En 1927 ingresó a la Facultad de Derecho, y tres años después se recibió de abogado con diploma de honor. Eso fue en 1930. Gobernaba el país el general Uriburu, que había derrocado al presidente Hipólito Yrigoyen. El acto de entrega de los diplomas iba a ser presidido por Uriburu y el flamante abogado se negó a asistir:

— Yo no voy a recibir mi diploma de manos de quien volteó a un presidente constitucional…

Pocos meses después participó en una manifestación política contra el gobierno de Uriburu. Fue encarcelado. Tuvo como abogado defensor a Silvio, su propio hermano. Pero a la semana Silvio también cayó preso y ambos compartieron la prisión en la Penitenciaría Nacional, que estaba en la avenida Las Heras, donde hoy mucha gente toma sol y pasea sus perros. Con el paso de los años, en 1961 y siendo presidente de la Nación, Arturo Frondizi firmó el decreto por el cual se demolió la Penitenciaría Nacional.

A Frondizi le gustaba el fútbol. Era simpatizante de Almagro, donde había jugado de defensor en la cuarta división. Le pedí que definiera a un hincha de fútbol:

— Un hincha de fútbol es una persona que canaliza sus entusiasmos, sus lealtades y sus pasiones hacia una causa noble en lugar de hacerlo hacia cualquier forma de odio sectario…

¡Faltaban muchos años para que las barras bravas convirtieran esta respuesta en una tremenda ingenuidad!

El secretario privado de Frondizi era el doctor Alberto Julio Taddei, hijo de Atilio Taddei, un recordado kinesiólogo de Boca Juniors y de la selección nacional. Lo conocía como pocos:

— En las pequeñas cosas de todos los días, Frondizi refleja su manera de actuar en política. En el tránsito, por ejemplo. Le gusta mucho manejar, pero evita circular por las calles con muchos autos. Prefiere un camino más largo, pero sin congestionamientos…

Fue elegido presidente en 1958. Lo derrocó un golpe cívico-militar el 29 de marzo de 1962. Apenas estuvo en el poder tres años y diez meses. El historiador Félix Luna escribió: “Durante el gobierno de Frondizi la transformación del país se operó, principalmente en el espíritu de los argentinos. Señaló la falsedad de las divisiones a cuyo alrededor los argentinos solíamos cascarnos fervorosamente, para plantear en cambio las grandes empresas donde podíamos encontrarnos todos, peronistas y antiperonistas, laicos y libres, izquierdas y derechas.”

El autor de Alfonsina y el mar se refiere a la política pacificadora de Frondizi, luego del gobierno de Aramburu y Rojas que había proscripto al peronismo. Frondizi normalizó la CGT y promovió la Ley de Asociaciones Profesionales, luego de haber pactado una alianza táctica con Perón. Probablemente era demasiado para una sociedad que tenía heridas muy frescas. El antiperonismo gorila no se lo perdonó, y el peronismo no entendió que la transformación del país no necesitaba ni del populismo ni del culto a la personalidad.

Durante el gobierno de Frondizi se batieron todos los récords de crecimiento económico. Entre 1958 y 1960 se triplicó la producción de acero. En la industria automotriz, con diez fábricas nuevas, se produjeron 137.000 unidades en 1961, con un enorme crecimiento del sector de autopartes. En 1958 se construyeron 10.000 tractores y en 1961 fueron 25.000. En el cemento, el salto fue del 32 por ciento entre 1959 y 1961.

La llave maestra fue el petróleo: de 5 millones de toneladas producidas en 1958 se pasó en 1962 a 15 millones y la Argentina se autoabasteció por primera vez en la historia. El país dejó importar petróleo y de gastar 350 millones de dólares anuales.

Pero al llevar adelante su política petrolera, incorporando la inversión extranjera, Frondizi contradijo su posición, consagrada en el libro Petróleo y política, de 1954, donde se oponía a los contratos que el gobierno de Perón tramitaba con la Standard Oil.

Se lo dije:

— Doctor Frondizi, usted hizo como presidente todo lo contrario que había escrito en Petróleo y política

Me contestó rotundamente:

— Preferí dejar de lado mi vanidad intelectual. De ninguna manera iba a traicionar el interés del país para conservar una posición dogmática. Cuando me di cuenta de que yo había estado equivocado, no vacilé en seguir una política de desarrollo que tuvo un resultado magnífico. Y muchos de los que me combatieron no lo hicieron por defender a la patria, sino porque al acabarse las importaciones ellos dejaban de cobrar sus comisiones.

De todas maneras, las cuestiones económicas no alcanzan para definir completamente el perfil del gobierno de Frondizi. Probablemente lo más notable de su gestión haya sido la transformación educativa, a través de la libertad de enseñanza que permitió el desarrollo de las universidades privadas en el país. En aquel momento se desató un debate en el que se enfrentaron esos dos sectores, “laica” y “libre”, a los que aludía Félix Luna. El conflicto fue de una virulencia excepcional, con grandes manifestaciones populares de uno y otro sector. El rector de la Universidad Nacional de Buenos Aires, Risieri Frondizi, hermano del presidente, encabezaba el sector de los “laicos” y era su  crítico más enconado. Finalmente, en un discutido trámite parlamentario, se impuso la posición del gobierno, con un altísimo costo político. Hoy, cuando miles de alumnos cursan sus carreras en las universidades argentinas, parece inverosímil que esto haya sucedido.

Pero no fue el único riego que corrió Frondizi.

El 18 de agosto de 1961 recibió al Che Guevara en la residencia de Olivos, luego de la Conferencia de Cancilleres de Punta del Este. El presidente argentino estaba convencido de que la situación de Cuba era un tema que debía resolverse dentro del ámbito americano, para evitar que Fidel Castro terminara en la órbita soviética. Esto lo habló Frondizi con John Kennedy, en dos entrevistas, ese mismo año. Hay un par de anécdotas de esas conversaciones, que revelan las terribles presiones que vivían esos personajes:

— ¿Podemos hablar confiados delante de él?, dijo Kennedy señalando al intérprete argentino.

Y sólo cuando le aseguraron que Carlos Ortiz de Rosas (de él se trataba) era un hombre leal a Frondizi, inició la conversación.

A su vez, Frondizi tuvo la necesidad de plantearle a Kennedy la crítica situación que atravesaba su gobierno:

— Presidente, me quieren derrocar…

Y Kennedy le contestó:

— A mí me quieren matar…

Con el correr de los meses, ambos temores se confirmaron. Frondizi fue volteado en marzo de 1962 y Kennedy fue asesinado en Dallas el 22 de noviembre de 1963.

Yo quería hablar de todos los temas polémicos, pero Frondizi prefería mirar para adelante:

— No es importante si Frondizi es bueno o malo, eso no es lo fundamental… En el país hay problemas de fondo…

Pero así y todo le pregunté por su destitución:

— Vea, yo dije que no me iba a suicidar, que no iba a renunciar, y que no me iba a ir del país… Cumplí con mi palabra.

Sin mencionarlos, aludía a otros presidentes americanos que sufrieron golpes de estado. Getulio Vargas, que se suicidó, Janio Quadros, que renunció, y Perón, que se fue al Paraguay.

Mi entusiasmo de joven cronista rozó la insolencia:

— A usted se lo acusó de ser maquiavélico…

Por un momento alteró su calma doctoral:

— ¿Maquiavelo yo? Hice la política en la calle, nunca me quedé en mi casa…Me expuse a todo, a las represiones jurídicas, a las agresiones físicas. Incluso a mis propios errores… Si eso es ser calculador…Además, nunca eludí mis responsabilidades. Por eso me quedé en el país.

Mientras estuvo preso en El Tunquelén, Frondizi escribió la Breve historia de un yanqui que proyectó industrializar la Patagonia. Me regaló un ejemplar y me dijo:

— En este librito hablo de dos hombres extraordinarios… Uno es Ezequiel Ramos Mexía, que fue ministro de Roca, Figueroa Alcorta y Sáenz Peña. Y el otro es Bailey Willis, un geólogo norteamericano. En 1915 querían trazar y construir el ferrocarril transpatagónico… Mire todo lo que falta hacer en el país…

En los últimos tiempos se han escuchado algunas voces, desde sectores muy diferentes entre sí, que curiosamente coinciden en señalar a Frondizi como un gran estadista. La paradoja es que su propio partido, la Unión Cívica Radical, no lo reconoce como una figura propia. Fue sucesivamente diputado, jefe de la bancada, candidato a vicepresidente en 1952, y finalmente presidente de la Nación. En privado, algunos dirigentes son terminantes. Rodolfo Terragno, por ejemplo, me dijo que la decisión de Arturo Illia de anular los contratos petroleros firmados por Frondizi “fue el más grande error de la Argentina contemporánea”.

Pero el ninguneo que sufre la figura de Arturo Frondizi no se limita a su propio partido.

Hace pocos años, un 29 de marzo, en un aniversario de su derrocamiento, fui al cementerio de Olivos a llevar unas flores a la tumba de Frondizi. Sabía que sus restos reposaban allí. Lloviznaba, como para redondear una gris mañana otoñal en un cementerio. Compré unos claveles en el puesto que está sobre la calle Pelliza y entré. A la derecha hay una oficina. Abrí la puerta y saludé. Una joven empleada me miró y dudó: “Usted es…?” Y sonrió, cuando le confirmé que sí, que era el que ella había visto en “El show del Clío”.

— ¿Usted viene por algún familiar?… Mire que ahora no hay ningún servicio…

Le dije que no, que estaba allí por otra cosa:

— Vengo a traerle unas flores al presidente Frondizi.

Su mirada de desconcierto anticipó lo que luego me preguntó:

— ¿Quién?…

En ese momento, otra empleada, tan amable como la primera pero un poco mayor, intercedió:

— Sí, el que fue presidente… Venga, salgamos que le vamos a preguntar a José dónde está Frondizi…

Salimos. En la soledad de esa mañana, el enorme playón blanco se extendía hacia el fondo, donde un señor en bicicleta respondía con el brazo levantado ante el grito:

— ¡José, venga!

El hombre se acercó.

— José, el señor quiere ir a la tumba de Frondizi..

— Ah, sí, venga… Sígame…

Y empezó a pedalear en busca el pasillo correspondiente. La escena era francamente felliniana, porque yo iba detrás a las zancadas, casi trotando, con el ramito de claveles en la mano, bajo la llovizna, mientras José trataba de acertar el lugar exacto.

— No, no, aquí no… Ahora me acuerdo…, es allá, ¿ve?

Y me señaló un panteón. Le agradecí y me acerqué al lugar.

Era el panteón de la familia Faggionato, el apellido de la esposa de Frondizi. Se me ocurrió pensar “no tuvo dónde caerse muerto”.

No había ningún signo exterior que denotase que allí yacía un expresidente. Ni una bandera, ni un escudo, ni una placa.

Pensé que alguna vez deberá tener un espacio propio, con todos los honores. Y quizás en su lápida se pueda poner la frase que me dijo cuando terminó la entrevista:

— Me he pasado la vida luchando, amo a mi país


Fuente: Aportado para VD por Julio Lago de su libro «Estuve Allí. Un locutor googlea su memoria» de reciente publicación.