El campo tiene una nueva oportunidad. Finalizadas las discusiones sobre precios máximos y prohibiciones a las exportaciones de ciertos granos, el campo se prepara para ingresar a una nueva etapa de expansión. Conocemos el potencial que tiene el agro para transformar los sectores sociales pero, ¿podrá servir este nuevo ciclo de crecimiento para reducir la desigualdad en Argentina?
Estamos acostumbrados a una lógica discursiva donde la principal herramienta para lograr una redistribución de la riqueza consiste enreordenar la economía a base de decretos y normativas, fijando los salarios y apuntalando las tasas e impuestos y denostando al productor agropecuario. ¿El resultado? El problema de la distribución de la riqueza aún persiste y se afirma, sobretodo en el sector agrícola.
Para dar un ejemplo de cómo el desarrollo y la genuina redistribución de la riqueza van de la mano podemos posicionarnos en un momento histórico. En un principio, la Argentina consolidó un sistema denominado “agro-exportador”, con la aparición del ferrocarril, la producción nacional era transportada directamente desde los campos hacia los puertos. Este impresionante sistema de explotación permitió que durante las tres primeras décadas del siglo XX los productos nacionales inundaran los mercados externos, pero gracias a un sistema diseñado bajo la idea metrópoli-colonia la distribución de esta riqueza quedó como materia pendiente.
En el mismo periodo histórico, las naciones europeas cambiaron la composición de su estructura económica. Los esfuerzos por mantener las tropas en el frente durante la primera guerra mundial obligaron a estos países a distribuir físicamente la producción y las materias primas desde la grandes ciudades hasta las fronteras; la logística y el transporte de materiales y alimentos era una de las mayores dificultades a los gobernantes. Esta ruptura en la estructura económica de los países europeos impulsó la creación de cientos de graneros, almacenes, silos y galpones que no tardaron en consolidarse como talleres y fábricas a lo largo y ancho de sus fronteras, lo que propició un rápido desarrollo industrial producto de una genuina redistribución de la riqueza.
El ejemplo de la Europa de entreguerras nos sirve para comprender que la redistribución de la riqueza, para que sea duradera, debe basarse en un cambio estructural. Y si observamos la Argentina actual, podemos trazar algunos paralelismos con la estructura del sector de principios del siglo pasado. Los grandes y pequeños empresarios nacionales venden a precio de campaña su producción a aquellas empresas que tienen permitido la exportación de granos y, en síntesis, la producción nacional no sólo no es acopiada por los productores locales, sino que la comercialización de la misma queda en manos de unas pocas compañías. Esto limita el desarrollo de mejoras técnicas, ya que el productor nacional no posee en sus campos la estructura capaz de acopiar los rindes para tener una mejor cosecha en la siguiente campaña y debe entregar a precios inferiores su producción a compañías multinacionales. El acopio de productos e insumos básicos en las fronteras europeas se volvió clave para la distribución de la riqueza que en las décadas anteriores se consolidaba alrededor de las metrópolis.
La Argentina de hoy es una Nación macrocefálica donde la riqueza se concentra alrededor de las grandes urbes. La estructura económica está dispuesta para retener los ingresos de los pequeños productores que subsidian a las grandes urbes en perjuicio de las economías regionales, por demás empobrecidas por una economía paralizada.