Con la pandemia del COVID-19 llegó un fenómeno que parece traído de otros tiempos: la presencia del Estado es cada vez mayor en todo el mundo, en todos los ámbitos de la sociedad. Desde la política de fronteras y los incentivos a la economía hasta la vida cotidiana de cada ciudadano. Medidas extraordinarias, sin precedentes, tanto en los países desarrollados como en los subdesarrollados. Impulsadas por gobiernos de izquierda y de derecha. La duda es si estos cambios en el rol del Estado tendrán consecuencias políticas y económicas duraderas.
Los liberales encienden las alarmas. Ven con preocupación el avance del Estado, que consideran una amenaza para los derechos individuales. Es la posición tradicional de la centroderecha, partidaria de un Estado mínimo. Pero la izquierda también alerta sobre el riesgo de la avanzada del Estado: teme que los grandes capitales lo usen como una herramienta para incrementar su poder y acaparar una mayor proporción del producto nacional.
Los Gobiernos no entran en estas discusiones. A lo ancho de todo el arco político están inyectando un flujo importante de dinero en salud, investigación, subsidios directos a la población, salvatajes de empresas y refuerzo del sistema financiero. Las dos superpotencias actuales, Estados Unidos y China, son un claro ejemplo de este giro dramático en las políticas económicas con respecto a las que fueron hegemónicas en los últimos 40 años. La Unión Europea, en cambio, aún está discutiendo qué incentivos implementará para hacer frente a la crisis.
Desde la revolución conservadora impulsada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, la economía entró la fase neoliberal, de valorización financiera. Esta fase estuvo marcada por un retraimiento del Estado de la actividad económica, el desmantelamiento de los Estados de Bienestar y la expansión de la globalización. Este modelo es el que pone en discusión la pandemia del COVID-19. Hubo un atencedente reciente, que fue el de la crisis económica que comenzó con la caída de Lehman Brothers, en 2008.
Un futuro incierto
La reacción de los Gobiernos de todo el mundo a la crisis de 2008 buscó rescatar el sistema financiero y estimular una pronta reactivación. En cierta medida, fue exitosa. Y en parte se debió a la acción coordinada a nivel global, principalmente a través del G20. La crisis actual es diferente a la de hace una década. En primer lugar, cada país está implementando medidas aisladas y se vive un fortalecimiento del nacionalismo. Por otro lado, no está claro que las medidas de estímulo económico vayan a provocar una rápida recuperación. Los fondos que los gobiernos inyectan tienen como finalidad paliar la recesión y permitir que las empresas sobrevivan y limitar la destrucción de puestos de trabajo.
El incremento de la presencia del Estado abre varias incógnitas. La primera, hasta dónde la intervención estatal es admisible en esta nueva etapa. La segunda, cómo se va a financiar las políticas de auxilio. La discusión sobre quién debe pagar más y cómo deben distribuirse las ayudas no es solo económica, sino también política. Por último, hasta cuándo van a mantenerse la intervención del Estado en la economía y la sociedad.
El mundo ingresa a un nuevo estadio, incierto. ¿Puede inaugurar un periodo de Estados omnipresentes? ¿O, tal vez, de una presencia aún menor de los Estados? Ambas opciones son posibles. También encontrar un punto medio, con el fortalecimiento del Estado de bienestar o con una intervención inteligente, para definir las prioridades para el desarrollo. El debate sobre el rol del Estado después de la pandemia queda abierto.