Lo que más brillaba en Rogelio Frigerio era su poderosa inteligencia. Pienso que no hubo ninguna otra similar en la Argentina de su generación – y de las que siguieron – tanto por su profundidad como por su versatilidad. Era una inteligencia fundamentalmente filosófica. En última instancia, él diría, como el ficticio Mao de Nixon en China, dejemos los detalles (Vietnam, Japón, Corea…) a nuestros colaboradores: lo que importa es la filosofía. En su caso, la filosofía era la dialéctica en sus expresiones modernas principales: Hegel y Marx. ¿Habrá otro político argentino capaz de debatir la lógica de Hegel? Porque desde luego Frigerio era un político, imbuido de profundo sentimiento nacional. Era un político nacionalista que creía, como Helio Jaguaribe, en el nacionalismo de fines por encima del nacionalismo de medios.
Tuve oportunidad de presenciar en Río de Janeiro su diálogo con Jaguribe, un encuentro de inteligencias que las dos generaciones posteriores no estuvieron en condiciones de emular. Esa era la inspiración de su política petrolera, la que Arturo Frondizi aceptó y llevó a la práctica con la instrumentación concebida por Frigerio y por Arturo Sábato, política que era el símbolo de la inversión masiva en los sectores críticos de la desmantelada infraestructura económica de la Argentina de entonces.
El petróleo era la prioridad cronológica, no la prioridad lógica, la que permitía poner en marcha un proceso por el doble camino de atraer la inversión y liberar el balance de pagos, que eran las dos caras de la misma moneda.
Para Frigerio y para Frondizi la inversión era el capítulo principal de la política práctica, lo que en la Argentina no se concebía desde la generación del noventa y no volvió a imaginarse después. Era una tremenda novedad que explicaba la indiferencia que experimentaba Frigerio ante el origen del capital inversor: nacional o extranjero, público o privado.
Mientras Frigerio negociaba con las empresas norteamericanas, imaginaba e impulsaba la misión Liceaga a la Unión Soviética. Mientras promovía las radicaciones extranjeras en la industria automotriz (y las nacionales) se incrementaban masivamente las inversiones en comunicaciones y caminos. YPF alcanzaba bajo Sábato sus récords históricos en exploración y explotación.
Todo esto era difícil de comprender para el nacionalismo vernáculo, el peronismo y la izquierda que no podía perdonar a Frigerio lo que el sector consideraba una traición a sus orígenes. Porque sin duda Frigerio provenía de izquierda marxista.
Conocía el pensamiento de Marx como un solo político argentino – Federico Pinedo –podía equiparar. Claro que, en términos prácticos, lo que importaba para Frigerio era el Marx economista clásico, el continuador de David Ricardo. Suele definirse a Frigerio como un economista. Desde luego que lo era, sólo que ante todo era un político que conocía profundamente el juego de las leyes económicas. Y esto en virtud de su formación clásica. Frigerio creía bastante poco en los economistas del siglo XX, incluido si no particularmente, Keynes. Para él había que buscar en Adam Smith, en Ricardo, en Jean-Baptiste Say, en Malthus. En el pensamiento de esos grandes estaban todas las formulaciones del sistema capitalista. Obviamente, Frigerio era un profundo admirador del capitalismo en general y de la experiencia económica norteamericana en particular, lo que no consideraba incompatible con su admiración por la Nueva Política Económica de Lenin y en buena medida por Stalin como constructor de nacionalidades.
Pero esto era sólo académico. En términos prácticos, la Argentina no tenía opción fuera del capitalismo y la economía de mercado. Respecto de esta última, no era un ortodoxo: por supuesto creía en la estabilidad monetaria y era acérrimo enemigo de la inflación. Pero si era necesario subsidiar una actividad, no vacilaba. Para Frigerio, era malo el subsidio que mantenía el statu quo y era bueno el que cambiaba las cosas. Por eso, por ejemplo, estimaba que eran una rémora para el progreso del país empresas del Estado ineficientes como las del área de comunicaciones. “No tiene sentido el nacionalismo en materia de comunicaciones: en pocos años nos pondrán un satélite encima de nuestras cabezas que nos mandará los programas de televisión a nuestra casa”. Esto me lo dijo en 1961 y lo que explicaba era un razonamiento de carácter más general: Frigerio, como Frondizi, tenían en claro la idea de la globalización y la nueva división internacional del trabajo que traía aparejada. Por eso su urgencia por la industrialización argentina y una de las más importantes ideas de su esquema: el ritmo en el desarrollo económico como condición. No era posible dejar pasar la oportunidad: los países, como los hombres, tienen etapas para hacer las cosas. Si no se hacen a tiempo, la oportunidad pasa y luego será tarde.
Fue campeón de causas que hoy parece mentira que hayan debido pelearse tan duramente: las universidades privadas, la reconciliación con el peronismo. Un sector de la sociedad argentina no le perdonó jamás el acuerdo con Perón, con quien mantuvo siempre una relación cordial. Por otro lado, su seguridad intelectual, la completa convicción de estar en lo cierto hacía extremadamente difícil la convivencia política con él. Frigerio había patentado la marca de las dos ideas políticas más importantes en la construcción de una nación de nuestro tiempo: el desarrollo y la integración. Sin embargo, su modo de conducción hizo imposible la construcción de un gran partido en torno de esas ideas, cuya falta de concreción es la explicación y la síntesis de las frustraciones argentinas.
Rogelio era un gustador de la vida, gran gourmet, gran admirador de la belleza, de toda belleza. Amaba la pintura y la poesía y entre la poesía, las letras de los tangos, una larga muestra de las cuales publicó en un libro con su nombre ficticio y sus mismas iniciales. Curiosamente, tenía una dimensión religiosa profunda que a veces afloraba a borbotones cuando aparecía una figura como Juan XXIII. Todo ello lo volcaba a un grupo selecto de amigos y compañeros de viejas luchas: Narciso Machinandiarena, Ramón Prieto, Juan José Real, Isidro Ódena, Marcos Merchensky, Eduardo Aragón, todos ellos personajes inolvidables para quienes tuvieron el privilegio de conocerlos. Deja un enorme vacío. Y esto, realmente, no es un lugar común.