A principios de los ´70 el desarrollismo fue el primer movimiento político que denunció la desnacionalización de empresas a través de la publicación de una extensa lista que detallaba, caso por caso, la transferencia de activos de capital nacional a firmas extranjeras, muchas de ellas multinacionales.
Ese proceso de desnacionalización se analizaba como la expresión o el síntoma del problema estructural -e irresuelto- de la economía argentina que desalentaba la formación del círculo virtuoso de acumulación de capital a escala nacional. Y que, por lo tanto, impedía al propio empresariado argentino, fundamentalmente al empresario industrial, ampliar el horizonte de su crecimiento y desarrollo, quedando por lo tanto en una posición de debilidad relativa frente a la competencia internacional que, en determinadas circunstancias creadas por las propias políticas aplicadas en el país, lo “forzaba” a enajenar sus activos bajo la amenaza de empujarlo hacia la descapitalización y la pérdida de sus mercados.
La mención viene a cuenta de lo que podría interpretare, superficialmente, como una paradoja y, más aún, una contradicción en el propio enfoque desarrollista. ¿Cómo puede ser que la misma corriente política que había propiciado la participación del capital extranjero en la batalla por el autoabastecimiento de petróleo o en el desarrollo de la industria automotriz fuera la que denunciara la enajenación de empresas nacionales en manos del capital foráneo y no solo se opusiera a la privatización de YPF sino que defendiera el rol insustituible de la compañía estatal como empresa testigo?
La captación de capital extranjero en la estrategia diseñada por Frigerio no fue producto de su adhesión al credo del libre mercado y la desregulación promovida por los liberales, hoy tan en boga. Fue la consecuencia de una política nacional planificada desde el máximo vértice del Estado que, jugando con la propia competencia (léase en el lenguaje de Frigerio, contradicciones) de los capitales foráneos, se fijaba como objetivo captar inversión directa para sumarla al esfuerzo de los inversores nacionales con el objetivo de desplegar, en el plazo más breve posible, aquellos sectores de la producción que permitirían transformar las bases de nuestra economía y lograr, por esa vía, crear las condiciones para el desarrollo auto-sostenido del proceso de “acumulación a escala ampliada” (usando la terminología de Marx en El Capital), a nivel nacional.
Frigerio siguiendo su “método de análisis” concebía esta transformación inspirándose, (como sabemos gracias a Juan José Real), en la estrategia adoptada por Lenin cuando, forzado por los hechos extremos de una crisis económica que amenazaba la suerte de la propia revolución soviética, no dudó en producir un golpe de timón a través de la NEP, la Nueva Política Económica que, entre otros objetivos, se propuso realizar una apertura a la inversión directa del capital foráneo. No casualmente, la misma fuente inspiradora que décadas después sirviera para realizar el viraje que Deng Xiaoping le diera a la economía china a fines de los 70 y que tuvo, entre sus principales recursos, la captación de inversión extranjera directa.
Consecuentemente, cualquier lectura que pretenda relacionar la iniciativa de Frigerio con el ideario liberal-aperturista, en cualquiera de sus versiones, carece de todo fundamento, mucho más aún cuando el destino de las inversiones extranjeras que orientaba el plan desarrollista no era precisamente el de los sectores a los que concurrirían los capitales (ya sean foráneos o nacionales) impulsados por la propia fuerza espontánea del mercado. Eran sectores que, para la mirada liberal, representaban inversiones “antieconómicas”, como lo dijeron en su momento y como lo siguen repitiendo hoy cuando rechazan la sustitución de importaciones y la industrialización bajo el argumento de la falta de competitividad y los “excesivos costos”.
A pesar de las sucesivas experiencias que erosionaron el tejido productivo industrial, con sus consecuentes efectos sobre el empleo y la capacidad de integración social al sistema de producción, se reitera el argumento “eficientista” que, siguiendo el hilo de su lógica, conduce a la conclusión que la Argentina debería basar su producción en aquellos sectores que demuestren ser competitivos a nivel internacional, y consecuentemente, permitir que sean las fuerzas del mercado global las que modelen y definan nuestra propia estructura de producción y de intercambio con el mundo. Todo ello con la menor intervención posible del Estado y eliminando las regulaciones que “distorsionan el libre juego de la competencia”, cuya versión extrema la representa hoy el autodenominado “anarco-capitalismo”.
Los cambios legales que impulsaron las inversiones durante el desarrollismo
Competencia monopólica
Frigerio, siguiendo su método de análisis, razonaba de otro modo, por cierto ajeno a ese tipo de simplificaciones y con los pies sobre la tierra. No analizaba el mercado mundial realmente existente no bajo el prisma de la ideología liberal que, ilusoriamente, lo sigue describiendo aún como si funcionara bajo el dictado de las leyes de la “competencia perfecta”, una realidad que existió (aunque nunca en forma pura) sólo en la etapa de los albores del capitalismo.
Al contrario, mal que le pese al credo dominante, el mercado internacional hoy, más que nunca, resulta de una trama extraordinariamente compleja de intereses articulados y al mismo tiempo contrapuestos, que conforman una estructura rígida y a la vez sujeta, como tal, a transformaciones que tienen fuertes impactos en la geopolítica mundial, como lo podemos observar hoy, por ejemplo, con el desarrollo del conflicto, a veces explícito, otras veces velado, entre Estados Unidos y China.
El mercado es un territorio donde se desarrolla la competencia, claro está. Pero en ningún caso es una competencia de iguales como implícitamente sugiere la ideología liberal: en ella intervienen, entre otros factores, conglomerados monopólicos, estados nacionales, organizaciones supranacionales y “actores” de distinta índole y envergadura. Allí se libran, como lo podemos observar a diario, guerras comerciales de baja, media y alta intensidad. Omitir el registro de esta realidad y actuar “ingenuamente” como si aquello no sucediera, “abriéndose al mundo” como se dice, no solo sería algo así como tapar el sol con las manos sino que, para cualquier país, representaría el camino más directo hacia al desastre. ¿Acaso Argentina no puede dar sobrados testimonios de esa realidad?
El mercado realmente existente funciona, como lo señaló infinidad de veces el propio Frigerio, con el telón de fondo de la polarización que a nivel global representa el centro desarrollado, donde en forma abrumadora se concentra la producción, el comercio, la inversión y la innovación tecnológica que motoriza los saltos en la productividad del trabajo; y la periferia subdesarrollada que representa, dialécticamente, su “opuesto” y que concentra más del 70% de la población mundial.
Nacionalismo de fines
Reafirmando la vigencia de la categoría de Nación, Frigerio pensó en cómo resolver, en sentido hegeliano, esa contradicción. Y encontró en el capital extranjero, paradójicamente, un factor que en ciertas condiciones podía cumplir un papel liberador al suplir la insuficiencia del ahorro nacional (una limitación inherente al propio subdesarrollo) para financiar las transformaciones que necesitaba el país.
Lo profundo del pensamiento de Rogelio fue que concibió la forma, si se permite la expresión, de “hacer yudo” con el capital extranjero y transformar aquello que, como él mismo lo señaló en sus primeros trabajos, sirvió modelar y afianzar la estructura del subdesarrollo argentino, en una fuerza que en el marco de un programa de desarrollo nacional podía ser orientada desde el Estado para ser aplicada a la transformación de la estructura de la economía argentina. En términos de la lógica formal, se trata de una contradicción irresoluble pero la cabeza de Frigerio, no nos olvidemos, razonaba en base a las categorías de la lógica dialéctica, para hacer nuevamente referencia al “método”.
En ese contexto, las prioridades de Frigerio eran entre otros: autoabastecimiento energético, desarrollo de la industria pesada, creación de una infraestructura que integrara en un solo mercado toda la geografía nacional, rompiendo de ese modo los nudos de la dependencia con la importación que estrangulaba e impedían el crecimiento más allá de los límites establecidos por una estructura productiva que, en esencia, funcionaba como un eslabón de los procesos de acumulación que tenían su epicentro en el exterior.
Justamente, por esa razón, el problema que enfrentó fue que el normal funcionamiento del mercado, en función de las fuerzas dominantes de la época, no propiciaba ni mucho menos el destino de las inversiones en aquellos sectores estratégicos que el país necesitaba desarrollar para transformar su estructura económica. Tanto el caso del petróleo como el de la industria automotriz son claros ejemplos de que la espontaneidad del mercado, en sí misma, no conducía ni al autoabastecimiento energético ni, mucho menos aún, a la construcción de una industria automotriz integrada y localizada en el territorio nacional.
Todo lo contrario: para las compañías que monopolizaban la producción petrolera a nivel internacional, concentrando su actividad en las zonas de más alto rendimiento, es decir, allí donde maximizaban el beneficio, la Argentina era concebida como un mercado importador. Como ya lo había llevado adelante Perón, al firmar los contratos con la California que fueron enviados pero no tratados en el Congreso Nacional, la estrategia trazada por Frigerio fue la de atraer inicialmente capitales de empresas que no tenían acceso a las zonas más calientes del negocio petrolero mundial, para mostrar la decisión irrevocable del gobierno de avanzar en el objetivo del autoabastecimiento. Así fue cómo, jugando con la propia competencia del capital extranjero, y al mismo tiempo, dando señales claras de que existía la decisión nacional de terminar con la importación, se logró atraer el flujo de inversiones que posibilitaron ganar la batalla del petróleo.
Y, como se sabe, lo propio sucedió con la industria automotriz. Su desarrollo en el país no fue, ni mucho menos, fruto del libre juego de las fuerzas del mercado. Primero hubo que tentar a empresas pequeñas, relativamente marginales en términos de su significación en el mercado internacional, para que luego fuera la propia Ford, que le vendía a la Argentina los automóviles producidos en Estados Unidos y que insistió ante el propio presidente Frondizi sobre la conveniencia de seguir abasteciendo nuestro mercado mediante la importación, argumentando razones de costos y eficiencia; la que decidiera radicarse en el país para evitar la pérdida de nuestro mercado.
Volviendo a los argumentos anti-desarrollistas plateados desde la perfectiva “eficientista”, para Frigerio, aplicando las categorías dialécticas de “cantidad” y “calidad”, el problema del cambio de la estructura de producción no podía analizarse en función de sus costos iniciales sino desde la perspectiva del impacto que esa transformación cualitativa produciría en el crecimiento de la productividad media de la economía nacional considerada en su conjunto.
¿Acaso no nos ha demostrado la historia reciente que las capacidades que devienen en ventajas competitivas se adquieren y se desarrollan? Ahí tenemos, ni más ni menos, el caso de China que en los foros mundiales enarbola ahora la bandera del libre cambio frente a un Estados Unidos, por ejemplo, que reorienta su estrategia a un enfoque que, sin llamarlo por su nombre, se inspira en prácticas proteccionistas. ¿Y, además, quién puede objetar, como se señalaba, que en el acelerado proceso de desarrollo de la China de las últimas cuatro décadas fue crucial la estrategia trazada de captación de capital extranjero para crear y desarrollar sus sectores estratégicos?
Mientras que la desnacionalización de empresas denunciada oportunamente por el desarrollismo -y que se acentuó de manera dramática con la imposición a sangre y fuego de la política de Martínez de Hoz y más tarde con la Convertibilidad en los ´90- significaba un retroceso de la soberanía económica, trasladando hacia el exterior el centro de las decisiones empresariales; la captación de capital extranjero que sumaran su capacidad de inversión y tecnologías al desarrollo productivo nacional, en los sectores claves de la economía, afianzaban la soberanía nacional.
De allí que Frigerio repitiera aquello de que, en tránsito del subdesarrollo al desarrollo, desde el punto de vista del interés general del país, el capital no es bueno o malo según su origen sino en función de su destino. Si se aplica a consolidar la vieja estructura, por ejemplo, modernizándola, tienen el efecto de perpetuar la dependencia. Ni que hablar cuando el capital, ya sea nacional o extranjero, maximiza sus beneficios reproduciéndose en la compra y venta de activos financieros sin “descender” al mundo terreno de la economía real, proceso que en la Argentina viene repitiéndose hace décadas. Esa “valorización financiera” el país la paga con la transferencia del ahorro interno o la generación de deuda que, en última instancia, se traduce en la progresiva descapitalización de sus activos.
Ahora bien, si la conducción del Estado logra captar “excedente formado en el exterior” para aplicarlo como inversión directa al desenvolvimiento de aquellos sectores prioritarios, desde el punto de vista de la estrategia del desarrollo nacional, entonces su efecto es esencialmente liberador. Porque ayuda a reducir la dependencia a la importación de bienes críticos, multiplicar el empleo, moviliza nuestros recursos, genera ingresos al fisco, incorpora nuevas tecnologías, favorece el incremento de la productividad media de la economía y, lo que es fundamental, amplía las capacidades de integración social al sistema económico, entre muchos otros beneficios. Es decir, nos hace más Nación.