La escena de fondo agrega dramatismo a la campaña presidencial de EE UU. Mientras Donald Trump y Joe Biden emprenden una disputa feroz y minada de golpes bajos para llegar a la Casa Blanca, el COVID-19 avanza sin dar respiro, el huracán Sally hace estragos en Florida y Alabama, y California arde en llamas en uno de los incendios más grandes de su historia. Pero no hacía falta la pandemia ni la crisis económica ni los desastres naturales para que fuera una elección crucial, que Trump calificó como «la más importante en la historia» de EE UU.
La fórmula ganadora no se toca, por eso Trump apuesta por una campaña similar a la de 2016. Que básicamente consiste en desplegar toda su artillería verbal para instalar el miedo en la sociedad y presentarse como el salvador de la patria. El republicano fomenta una polarización extrema a través de su medio predilecto: Twitter. Desde la red social del pajarito lanza dardos contra la oposición y ataca a sus críticos. Entre ellos, a los que participan en las marchas de Black Lives Matter, a quienes cataloga como marxistas y terroristas. En sus baterías de tuits acusa a estos grupos de tener intenciones de acabar con la democracia norteamericana.
Las protestas por el asesinato de George Floyd tuvieron un apoyo masivo en un comienzo y fueron interpretadas como un nuevo obstáculo para las ambiciones de reelección del presidente. Sin embargo, los disturbios, los saqueos y la destrucción del espacio público por parte de los manifestantes generaron indignación en un sector de la clase media. Trump la vio como una oportunidad para la campaña electoral y se proclamó como el presidente de la «ley y el orden». El lema no es inocente: es el mismo que utilizó Richard Nixon en la campaña de 1968. Nixon ganó la elección en medio de una ola de protestas contra la guerra de Vietnam y a favor de los derechos civiles.
La campaña de Trump retrata un EE UU al borde del caos y a Biden como un político débil, manipulado por la izquierda radical. Esas protestas violentas son, según el republicano, una muestra de lo que vendría si ganaran los demócratas en noviembre. Trump se presenta, en cambio, como el garante del orden. Esa narrativa estuvo presente en la Convención Republicana, donde Trump presentó como héroes a un matrimonio que enfrentó con armas de fuego a manifestantes en frente de su casa en las marchas de Black Lives Matter.
Con los fantasmas de la pésima gestión de la pandemia y la mayor recesión desde la Gran Recesión sobrevolando el clima preelectoral, Trumo logró anotarse un triunfo en la esfera internacional. En realidad, un triunfo doble: EE UU fue el mediador del acuerdo diplomático entre Israel y dos países árabes, Emiratos Árabes Unidos y Baréin. Gracias a estas gestiones, Trump fue nuevamente nominado para el premio Nobel de la Paz.
Tal vez resulte irónico que alguien que utiliza el miedo como herramienta política, fomenta la polarización al máximo y llega al extremo de tildar de incapaz y demente a su adversario sea nominado a semejante premio. Ni bien relanzó su candidatura, Trump señaló que «nunca ha habido tanta diferencia entre dos partidos o dos individuos, en ideología, filosofía o visión como ahora».
El candidato del establishment
El candidato demócrata es, de hecho, el opuesto casi simétrico de Donald Trump. Es un histórico del establishment de Washington, con un recorrido de medio siglo en el Senado y fue vicepresidente de la nación en los dos mandatos de Barack Obama. Tiene un estilo poco estridente y su principal ventaja es el rechazo que genera la gestión trumpista. El 60% de los estadounidenses desaprueban el gobierno del magnate inmobiliario. El desafío de Biden, por lo tanto, es capitalizar ese descontento y reeditar la coalición que eligió dos veces Obama. Esto último es, justamente, lo que no logró Hillary Clinton cuatro años atrás.
La apuesta de Biden es volver a las bases del Partido Demócrata y dejar atrás las innovaciones introducidas durante las presidencias de Bill Clinton y Barack Obama. Biden le imprimió al partido un sesgo bien proteccionista, que se ve reflejado en las propuestas de los programas Buy American y Made in all of America. También puso énfasis en promover el aumento de los salarios y lo beneficios sociales, lo que busca consolidar el apoyo de los sindicatos. El giro político es llamativo. Si Trump hace guiños a la campaña de Nixon, Biden plantea un programa con reminiscencias a la Gran Sociedad de Lyndon Johnson. Justamente, el antecesor de Nixon.
El candidato demócrata comparte el diagnóstico de Trump sobre la trascendencia de los comicios del 3 de noviembre; considera que marcarán las próximas décadas del país. «El carácter está en la boleta. La compasión está en la boleta. La decencia, la ciencia, la democracia. Todo eso está en la boleta», enfatizó en un acto electoral de la semana pasada.
A poco más de un mes de las elecciones, las encuestas marcan una diferencia de nueve puntos a favor de Biden. Pero hay que ser cautelosos con los sondeos en EEUU: todos vaticinaban un triunfo de Hillary Clinton en 2016. Y hay un segundo aspecto a tener en cuenta, que agrega complejidad a los pronósticos: el Colegio Electoral.
El rol del Colegio Electoral
A diferencia de la gran mayoría de los países con sistemas presidencialistas, donde se impone el voto de las mayorías, EEUU elige al primer mandatario a través de una votación indirecta. Son los delegados del Colegio Electoral los que votan al presidente. El Colegio Electoral está formado por 538 delegados que son elegidos con diferentes mecanismos, según el Estado. En la mayoría, el candidato más votado se queda con todos los delegados del Estado. En Maine y Nebraska, la asignación de delegados es proporcional al voto popular. Para ser presidente se necesitan reunir 270 delegados.
El Colegio Electoral, para muchos un resabio anacrónico, es un aspecto clave del sistema electoral y puede cambiar radicalmente el resultado de una elección. Existen ejemplos claros y recientes de esto: la derrota de Al Gore en 2000 y la de Hillary Clinton en 2016. Ambos ganaron en el voto popular, pero sumaron menos delegados que George Bush y Donald Trump, respectivamente. En las últimas presidenciales Clinton superó a Trump por más de 2,8 millones de votos, pero el republicano consiguió 77 delegados más en el Colegio Electoral.
¿Puede ocurrir lo mismo con Joe Biden? El exvicepresidente tiene buenos argumentos para creer que no. El demócrata lidera los sondeos en seis Estados clave: Florida, Pennsylvania, Michigan, Wisconsin, Carolina del Norte y Arizona. Son algunos de los denominados swing states, o Estados pendulares, porque no mantienen una fidelidad con un partido o el otro. Es decir, son los más abiertos a cambiar de preferencia electoral. Son, en definitiva, la clave del resultado de la elección. Trump ganó en los seis Estados en 2016. Si los sondeos aciertan, esta vez el presidente será derrotado y, casi con seguridad, no renovará el mandato. Biden presenta ventajas claras en Arizona, Wisconsin y Pennsylvania, y un margen muy estrecho a su favor en Carolina del Norte, Michigan y Florida. En 2016, Trump ganó holgadamente e Iowa, Ohio y Texas, pero los sondeos reflejan un escenario de paridad para noviembre.