Una política de desarrollo debería partir de las limitaciones prácticas con las que se tiene que enfrentar. El quid de la cuestión no es tanto qué hay que hacer detalladamente, como quisiera el purista, sino más puntualmente cuáles son las dificultades más difíciles a sortear en el camino de orientar, siquiera incipientemente, la política hacia el desarrollo.
Excurso. Expliquémonos.
El purista del desarrollo quiere el desarrollo integrado, la integración horizontal y vertical, el desarrollo amplio de una industria que abarque todos los rubros, incluso las tecnologías de punta, la ampliación de las industrias de base a lo ancho del país y a lo largo de las cadenas de producción, etcétera. Quiere el pleno empleo y la inserción de la población en la cadena transformación de la materia prima. Sigue el modelo frigerista, para sintetizar.
El modelo frigerista corresponde a la década del 60 —entreguerras, peronismo— y se propone completar el modelo ISI (Industrialización por Sustitución de Importaciones) con una fuerte capitalización en la infraestructura y la industria pesada. Se basa en una geopolítica orientada a crear polos de desarrollo regional, que transforme el modelo agroimportador —con embudo en el puerto— en un mercado nacional más equilibrado, de ocupación efectiva del territorio y explotación total de los recursos naturales.
El modelo frigerista es orgánico respecto del modelo ISI. Es su coronación posible, deseable (y nunca concretada). Frigerio y Frondizi lucharon por este modelo desde 1957 hasta sus muertes, ese lapso de tiempo (unos cuarenta años) coincide con la decadencia argentina. El fracaso del desarrollismo, no haber podido implementar el modelo frigerista, explica el derrotero de crisis seguido desde entonces.
Y ahora el país es otro, no es un ISI incompleto, pero que se puede completar. Es otra
cosa.
Retomamos.
¿Cuáles son las dificultades? Si el país es otro, si el problema del subdesarrollo tiene aspectos diferentes; si no se trata de completar el ISI, entonces ¿de qué se trata?
Hipótesis 1
Frigerio apuntó a la estructura productiva. Se trataba de transformarla, capitalizando. Enterrando capital en infraestructura e industria pesada, para aliviar el sector externo y
posibilitar una integración vertical no forzada, natural.
Hoy hay que apuntar a la superestructura institucional. Porque ahora hay un problema previo al modelo de transformación estructural e integración productiva. Un problema de orden anterior, la mera posibilidad de la capitalización necesaria, requisito, para tal transformación.
Ampliemos. La altísima presión tributaria. La elefantiasis del Estado, y su rigidez. Los privilegios de determinado sectores respecto de otros —corporación judicial, empleados públicos, sindicatos fuertes, algunos organismos del Estado—. La rigidez del mercado laboral. La hiperregulación. Los monopolios u oligopolios. Las características del sector financiero, por mencionar algunos de los más obvios.
Cada uno de estos problemas, que se puede definir por si mismo o en relación con los otros, que tiene un aspecto concreto particular, y un aspecto político, por el que cada actor ejerce además un veto sobre el conjunto, o por lo menos alguna presión, o sea, que determina al conjunto, cada uno de estos problemas es superestructural, y además previo a la posibilidad de aquél cambio estructural propuesto por el desarrollismo.
No se puede anhelar, proponer, diseñar hoy, en abstracto (sin organicidad respecto de la realidad concreta actual), el mentado cambio estructural. Tal posición es estéril o académica (ideológica, arbitraria, diría Gramsci). Una política de desarrollo tiene que engranar orgánicamente con los problemas concretos. Por lo tanto, tiene que mirar hacia arriba de la infraestructura económica que pretende transformar, enfocar las instituciones, el funcionamiento político de las corporaciones, los mecanismos de representación (y sus carencias), pero sobre todo el alambicado dispositivo institucional, legal, normativo, y la maraña de regulaciones, prerrogativas, jurisprudencia, usos y costumbres, muchas de ellas contradictorias y superpuestas, que conforman la superestructura institucional argentina y que traban, mucho más que el desierto, mucho más que las distancias, mucho más que el clima, mucho más que la falta de capital humano, mucho más que las tecnologías viejas, mucho más que la carencia de capital incluso, el desarrollo argentino.
Hipótesis 2
La salida a la encerrona no es, como quisiera el liberalismo, toda esa serie de medidas de política económica correcta, institucionalista, tendiente a generar confianza. La confianza es el resultado, no el camino. No hay confianza de corto plazo, o es insuficiente, como lo demostró la experiencia Macri. Tampoco es, como quisiera el progresismo, ni la redistribución, ni la demanda agregada asociada a esta redistribución, ni los controles de precios, ni la hiperregulación. La salida es la reconstrucción de los flujos de capitalización hasta retomar la senda de la normalidad económica.
La capitalización implica, obvio es decirlo, inversión. La inversión requiere acumulación. Argentina es una máquina de desacumular. La preferencia por la liquidez, que en nuestro país tiene la forma de dolarización y fuga, como protección al ciclo de la crisis de inflación y recesión, se repite permanentemente, e incluso se registra con fuerza durante los ciclos de bonanza. Argentina es una desacumuladora neta hace muchas décadas, casi sin interrupción. Y lo que determina este comportamiento de los agentes económicos es un sistema de incentivos y desincentivos, de carácter superestructural, institucionalizado, sólidamente sedimentado. Este es el problema que debemos enfocar, anterior al problema más sofisticado del destino de la inversión, desde el punto de vista más estructural (caramelos o acero).
Hipótesis 3 y esbozo de una propuesta
El rol del Estado deber ser entonces original, sui generis. Tiene que promover la actividad privada, pero saltando sobre sí mismo, sobre su historia de confiscaciones, arbitrariedades, cambios de reglas de juego. Tiene que empatar, de algún modo, el historial negativo que el ciclo liberal-estatista significó para la actividad privada, y que tan nítidamente penalizó la inversión y la capitalización. Debe generar incentivos allí donde hay desincentivos, y a la inversa. Imagina Luis María Ponce de León:
- Una política de subsidio estatal al empleo privado. El Estado paga los sueldos del sector privado, mientras sea empleo formal, durante determinado período de tiempo, en determinados rubros.
- Una política de capitalización estatal de la actividad privada. El Estado aporta capital semilla a proyectos de inversión privados, se convierte en accionista provisorio (con un plazo determinado).
Si se quisiera mirar con un poco de picardía o mala voluntad, esta sería una política casi socialista en el sentido vulgar del término. Un capitalismo de Estado de gestión privada. Nos lo imaginamos, en cambio, como una forma de alterar la ecuación económica general e inclinarla hacia la capitalización a pesar de las múltiples trabas que la superestructura económica argentina le sigue presentando al capital, a la que no parece sencillo desmontar.