En materia de innovación, Argentina ocupa el lugar 80 entre 131 países, según el Global Inovation Index 2020. El dato, publicado recientemente, pasó inadvertido por la prensa nacional. Es un síntoma de un problema profundo: el acostumbramiento al fracaso argentino. El país se encuentra mucho más cerca del pelotón del fondo que de los de la punta. Incluso a nivel regional: ocupa la décima posición en América Latina.
El Global Inovation Index es una herramienta respetada mundialmente que permite comparar los progresos de los países en innovación y facilita el diseño de políticas públicas en educación, ciencia y tecnológica. También es una señal para los inversores. Es, en definitiva, un dato fundamental para el diálogo público privado. La publicación de este año es la decimotercera edición de un estudio conjunto realizado por la Universidad de Cornell (USA), el INSEAD (Francia) y la WIPO (la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, por sus siglas en inglés). El mal desempeño que muestra Argentina, vale aclararlo, no puede achacarse a la pandemia: los resultados no contemplan el impacto del COVID-19.
El informe del Global Inovation Index 2020, sin embargo, alumbra las fortalezas de Argentina que pueden ser la base del despegue: los remanentes de un sistema educativo que fue ejemplar y aún destella. Y que se ve reflejado en un alto gasto en educación medido como porcentaje del PIB, en el número de matriculados terciarios y los rankings universitarios. En el ranking británico QS todavía resalta la performance de la UBA, como la mejor de la región. Es cierto que estas fortalezas se compensan por otras debilidades, como la baja performance en la escala PISA, que anticipa una pesada mochila para las generaciones porvenir.
Existen aún en el país un vital archipiélago del talento argentino. Son islotes desde donde se combate con fiereza la mediocridad y el estancamiento. Espacios donde se conservan, acrecientam y acumulan las energías para el posible y demorado despliegue. Son espacios del ámbito público y del privado. La Comisión Nacional de Energía Atómica (CONEA), el INVAP y la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE), con logros recientes como la puesta en órbita del SAOCOM-1B, son algunos ejemplos de de instituciones públicas que mantienen viva la esperanza. También lo son el CONICET, el Ministerio de Ciencia y Tecnología y la Agencia para el Desarrollo en Ciencia y Tecnología, que se destacó por sus aportes en la lucha contra el COVID-19. En el sector privado sobresalen las compañías que explotan Vaca Muerta, por su capacidad para producir con récords de productividad internacionales; el polo semillero y la capilaridad tecnológica de los productores agropecuarios argentinos; las empresas vinculadas a la biotecnología alimentaria y a la salud; la industria del software que provee desde Argentina a grandes empresas del mundo o son capaces de orientar a satélites en órbita. Y solo cito algunas de las muchas firmas.
Finalmente, también existe en el país un entramado de PyMEs de alta tecnología, de probada resiliencia y capacidad de respuesta, que acompañan tanto al sector público como al privado y están distribuidas por todo el país. Estas son las que esperan señales de sensatez para salir adelante.
Acostumbrada a no crecer
Lo malo de la mishiadura es que uno se acostumbra, decían en el Fogón de los Arrieros, en Resistencia, Chaco. Argentina está así: acostumbrada a no crecer. Terminado el impulso de la soja, la economía se estancó, las crisis de endeudamiento se sucedieron y el empobrecimiento de la población se hizo más evidente. Con esa indiferencia en la que cae el lenguaje común, se empiezan a aceptar como habituales expresiones como «el núcleo duro de la pobreza» o los eufemismos como «personas en situación de calle», o «barrios populares». Palabras con las que, por repetidas, se establece un pacto de convivencia, de aceptación.
Lo que debería indignar, por su significado de fracaso y de mal gobierno, se termina aceptando. La sociedad argentina del siglo XXI, parece caminar en círculos, como un borracho desorientado que vuelve por senderos ya recorridos, repitiendo soluciones probadas, balbuceando con incoherencia los nombres de culpables, que nunca son los actuales. En suma, una calesita del fracaso.
Mientras tanto, los argentinos perdemos el tiempo. Desperdiciamos nuestras vidas y las de las generaciones que vendrán. El país se parece cada vez más al ciclista que se va rezagando y queda, de pronto y casi sin darse cuenta, en el pelotón del final. Ve cada vez más lejos a los competidores de punta, entre los que alguna vez estuvo, mientras pasan a su lado, más veloces, los vecinos a los que conoce bien y que es hasta hace un poco lo envidiaban.
Que esta larga siesta no se transforme en un coma agónico dependerá de cuán rápido se despierte Argentina. Como se explicó, hay fundamentos para una recuperación. Será trabajosa, pero si es consistente y bien planificada, puede retornar la vitalidad pasada. Para ello es central que aumente la tasa de inversión. Y algo tiene que cambiar para que eso pase. ¿Por qué alguien invertiría en Argentina si hay 79 países que ya han demostrado probadamente una mayor consistencia innovadora?