pobreza
Una mujer vende frutas en el barrio de Carcova, partido de San Martín, provincia de Buenos Aires. / CLARA DESALVO

Hacia 1850, Herbert Spencer publicaba una compilación de ensayos con el título El hombre contra el Estado. En esta obra, el naturalista, filósofo y sociólogo inglés funda las bases para la defensa del individualismo contra la permanente amenaza que representa el Estado y la clase política para la sociedad. En su apasionado estudio de la evolución de la humanidad forjó su concepción filosófica sobre la supervivencia del más apto, idea medular de lo que se llamaría más tarde Darwinismo Social.

Spencer proponía límites para el Estado, asignándole un rol menor, casi exclusivamente la defensa de la propiedad privada. Esta teoría tuvo gran influencia en círculos académicos e intelectuales, fundamentalmente en los países anglosajones, y también en las esferas políticas hasta finales del siglo XIX y principios del siglo XX.

Pero a 170 años de la publicación de El hombre contra el Estado, podemos preguntarnos: ¿su influencia terminó ahí?

La crisis económica que transita nuestro país hace décadas  y la pobreza que se vuelve estructural, que abarca al 40% de los argentinos, con su correspondiente 8% de indigentes, en el marco de un capitalismo voraz e insaciable que acumula mayor riqueza en pocas manos sin multiplicar verdaderamente la capitalización del conjunto, constituyen partes ineludibles del escenario donde se despliega el individualismo, materia de estudio en los ensayos spencereanos. Incluimos en esa conducta a todas las formas egoístas como presunta plataforma de construcción del bien común, cuando es todo lo contrario.

Para un análisis que se pretenda productivo, y un abordaje más efectivo de la pobreza y la generación de oportunidades para salir de ella, es necesario enfocarse en la tensión permanente y verificable entre Estado, conductas individualistas y concentración de la riqueza. Curiosamente ésta última parece relegada en la mera disputa entre los dos primeros términos de esa tríada.

La culpabilización de la pobreza

En la perspectiva nada novedosa de antagonismo individualismo-estado a diario observamos claros ejemplos de la vigencia del pensamiento liberal primitivo de Spencer, ciertamente refutado por la historia pero no por ello desaparecido como prejuicio.

Muchos dirigentes políticos, periodistas, sindicalistas, personalidades de la cultura, líderes empresarios y  trabajadores, en su mayoría ignorando la teoría del Darwinismo Social, exponen a su manera componentes esenciales de ésta. Ya sea desde un púlpito o en el llano, hacen referencia y condenan los males que genera el Estado que los asfixia con impuestos y contribuciones, todo para dar, sin justificación que valga, cuando no, dinero, salud, educación, comida y cualquier beneficio a los planeros, a las jovencitas que, como si fuera un juego, se embarazan para cobrar la Asignación Universal por Hijo o por embarazo(AUH/AUE) o a quienes se jubilaron sin completar los aportes. Es el universo de los pícaros que se recuestan en el esfuerzo de los que trabajan sin ayuda de nadie, sin que ningún gobierno les regale nada.

Todo a expensas —dicen— de la expoliación del verdadero trabajador, el que sin pedir nada se esfuerza y sale adelante. Este pensamiento invade también las capas más castigadas y plantea diferencias entre quienes tienen algo y los que no tienen nada. Son prejuicios compartidos por hombres y mujeres de distintas extracciones sociales, encumbrados e ignotos, debido a la particularidad que tienen ciertos núcleos ideológicos de convertirse en presuntas verdades universales.

Pero lo que nos interesa especialmente señalar aquí es que en este tipo de expresiones se expone el rol que se le quiere asignar al Estado. No es menor ni puede subestimarse, aun cuando lo deseáramos, y se expresa burdamente y aún mediante términos más sofisticados en honor de  un debate que lleva muchos años inconcluso: los malentendidos entre Estado e individualismo.

En La esclavitud del porvenir, Spencer hace una fuerte denuncia a los sectores más postergados. Los responsabiliza por las penurias en las que viven, pues son los únicos responsables de esa vida licenciosa: son sus malas acciones las que provocan su penosa situación. Y advierte que el Estado perturba el “orden natural” al intervenir en favor de los culpables pobres.

Prejuicios sobre la pobreza sin base científica  

Frente al «no tienen trabajo», surge el «se rehúsan trabajar o se hacen despedir inmediatamente por aquellos que los emplean». Y así se concluye que los sumergidos no son otra cosa que parásitos del Estado.

Es notable la línea argumentativa basada en conceptos y miradas severas que se originaron en la incipiente sociedad industrial de Spencer y recae en este presente de la fase más acumulativa del capitalismo sobre el mismo sector social condenado y condenable mediante diatribas que impiden ver allí seres humanos respetables en su condición, para quienes la adquisición de ciudadanía implica integración más que compasión.

En la actualidad, se machaca con el sambenito de la falta de cultura del trabajo y del esfuerzo, o enseñar a pescar en vez de dar el pescado. Se hace desde el prejuicio o el desconocimiento sobre el sector social, cada vez más numeroso, al que van dirigidos estos sanos consejos. Lo que es más preocupante es que no existe ninguna base ni evidencia científica que dé algún crédito a estas afirmaciones, que forman parte de la confusión general, no aclarando nada y sí en cambio impidiendo una visión objetiva.

No se conoce estudio o trabajo de campo alguno, y menos encuestas, que sostengan por un momento que las ganas de trabajar, esforzarse y progresar  existan en dosis mínimas en el universo de la pobreza.

En realidad, se constata algo bien diferente, por ejemplo, en los estudios realizados por reconocidos profesionales de las ciencias sociales nucleados en el Observatorio de la Deuda Social (ODSA-UCA), que revelan que el ingreso tan cuestionado que perciben estas familias por las transferencias directas del Estado cubre solamente  —en un porcentaje menor al necesario— los gastos que un núcleo familiar requiere para vivir,  debiendo cada familia generar el resto del ingreso con trabajos mal pagos y en condiciones paupérrimas y extremas, en la mayoría de los casos. Similar suerte corre quién quiera estudiar y procurarse una mejor calidad de vida.

Nada de malo tiene, ni es reprochable, que haya sectores que progresen y alcancen niveles de comodidad y buen pasar, gestionados  por la capacidad, esfuerzo y laboriosidad personal. Esa instancia no es  contraria a la idea de superar la pobreza como sociedad. Pero no debemos perder de vista que la realización de un proyecto político, económico y social que genere las bases para el progreso del país, y la definitiva solución de la pobreza, nos involucra a todos. Y esto requiere que cada uno cumpla una función útil a la sociedad y al mismo tiempo le permita una subsistencia digna para sí y su familia.

La pandemia del coronavirus y el rol del Estado

En las circunstancias excepcionales que exponen por igual a todos los segmentos sociales frente un peligro cuya magnitud real desconocemos, todos invocamos al Estado. Tal el caso de la pandemia de coronavirus actual, en la que la incertidumbre y el temor nos igualan, nos coloca hombro con hombro.

Entonces, por diversas razones, exigimos atención del Estado: los que quieren regresar al país, los que demandan alimentos, los empresarios que deben pagar sueldos con sus negocios cerrados, los empleados obligados a estar en sus casas. Nadie reprocha el gigantismo repentino del Estado. Se reclama un Leviatán que garantice nuestros derechos y necesidades de cuidados, que observe y ordene la oferta y la demanda de los productos y fije los precios. Los subsidios a las personas y las empresas son aplaudidos en general, ya no son mala palabra como se pretendía.

Se pide desde todas las capas sociales un Estado que cambie los puños cerrados en clara amenaza, que suele mostrar, por abrazos cálidos de madre. Finalmente, aprendemos de forma inesperada que todos somos el Estado y que nadie se salva solo, y menos aún que una porción de la sociedad pueda realizar en sus anhelos a costa del sufrimiento del resto o ignorándolo.

Tal vez sea hora de dejar definitivamente en el pasado al viejo Herbert Spencer y su mezquino Darwinismo Social, y aprovechar este momento para dar nacimiento a una nueva sociedad más justa y solidaria, en la que todos sean iguales en cuanto seres humanos y dotados de diversas capacidades para vivir en armonía y colaboración fecunda.


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